La esquila

“Se quemó en la guerra”

  • Regalar lo mejor a nuestros titulares forma parte de la historia de las cofradías

Estreno del manto de la Virgen de la Amargura.

Estreno del manto de la Virgen de la Amargura. / Josué Correa

Hace justo dos semanas, la Hermandad del Nazareno presentó en el Ayuntamiento el nuevo manto de la Virgen de la Amargura. Verdaderamente portentoso. Cuando los proyectos se ponen en mano de los mejores, no se equivoca uno nunca (incluyo a Paco González, inexplicablemente infravalorado en nuestra ciudad).

No voy a dedicar el más mínimo esfuerzo en justificar que hoy en día se hagan obras de esta categoría. Regalar lo mejor a nuestros titulares forma parte de la historia de las cofradías, y quien no lo entienda, sencillamente, estará más a gusto en los cursillos de cristiandad o en el camino neocatecumenal que vestido de nazareno (si es que se viste).

La reflexión que me hago ante este maravilloso estreno es que esta obra, en realidad, nunca debió haberse ejecutado. No me refiero a que la Virgen no se lo merezca, ni mucho menos, sino al hecho de que la madre del Nazareno ya tenía un manto magnífico: según la web de la Hermandad, la corporación adquiere en 1922 “un manto de la Hermandad del Patrocinio que había sido ejecutado en 1881 por la hermanas Antúnez”. Esta obra, al igual que las imágenes titulares de la Hermandad, ardió el 20 de julio de 1936.

Durante aquellos días, se perdieron innumerables imágenes titulares y obras de arte, como todos sabemos. Para describir aquellos actos, la historiografía ha utilizado oraciones impersonales, que esconden el sujeto que conocemos de sobra: “se quemó”, “se perdió”, como si estas obras fueran a aparecer mañana escondidas en un arcón o ardieran espontáneamente. Así ha funcionado el espíritu conciliador propio, sobre todo, de la Transición.

Si aquellos manifestantes, haciendo uso de su libertad de expresión (como decimos hoy) y de su autoridad moral (eso lo digo yo) no hubieran entendido que la manera de luchar contra el golpe de estado era cometiendo estas tropelías, hoy disfrutaríamos de un patrimonio maravilloso. A lo mejor pensaron que, en lugar de los militares sublevados, los protagonistas de la rebelión fueron los más de ochenta mártires de Barbastro o las veintitrés adoratrices asesinadas en Madrid. O el mismo Señor de Pasión, tirado desde la azotea de San Pedro el 21 de julio de 1936.

También sabemos, aunque parece que queremos olvidarlo, que esto no empezó aquel verano: pregunten en Sevilla por el incendio de la maravillosa capilla de San José en mayo de 1931 o la llamada “quema de conventos” del mismo año en muchas ciudades de España, cuando aún quedaban varios años para que empezara la Guerra Civil.

¿Por qué cuento esto? ¿Para que nos odiemos más? Claro que no. Pero ya me gustaría ver el mismo espíritu de concordia en ambos lados, y me duele mucho decirlo. Una cosa está clara: la actitud de las hermandades ha sido impecable, ya que perdieron sus titulares y gran parte de su patrimonio y poco alzan la voz, por no decir nada. Imaginemos que se pudieran acoger a la ley de memoria histórica y ponerse en fila ante un mostrador para preguntar qué hay de lo suyo.

Tampoco me consta que nadie del entorno de la izquierda más radical, tan amigos de la cultura y el patrimonio, haya pedido perdón por todo aquello. Al contrario: casi tenemos que pedir perdón por existir. Para que luego digan los curas que no les escuchamos en las homilías… ¿Y lo bien que hemos aprendido aquello de poner la otra mejilla?

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