Tribuna

Esteban fernández-Hinojosa

Médico

El mayor experimento del mundo

Foucault llamó biopolítica a una forma de poder moderno que se ejerce sobre la vida de cada individuo y que opera a través de supuestos discursos de la verdad, como el de la ciencia

El mayor experimento del mundo El mayor experimento del mundo

El mayor experimento del mundo / rosell

El siglo XX fue, entre otras cosas, el del control de la población. Grandes campañas de empresas, gobiernos y ONG apostaron por la reducción demográfica que se vinculaba a la salud de la mujer y a una mayor capacidad de consumo y de negocios. La idea caló hondo y pronto en la sabiduría convencional de occidente. La activista de la eugenesia Margaret Sanger popularizó el sintagma "control de la natalidad" frente a la supuesta necesidad de regular el caótico poder procreativo de la mujer para canalizarlo hacia "la calidad y no la cantidad". La propaganda encontró su coartada para que las tecnologías contra la natalidad, como el DIU o la píldora abortiva, lograran un consumo masivo entre mujeres en edad fértil, en el afán por ver supuestos análisis científicos como las pruebas que atribuyen la reducción del desarrollo económico y social al crecimiento de la población. Los científicos habían descubierto la forma de inhibir el potencial reproductivo de la mujer antes de entender bien las funciones de este sistema biológico. En el informe especial de Scientific American de 2019 se sospecha que los métodos anticonceptivos para la supresión del ciclo ovárico a largo plazo sea el mayor experimento médico, no controlado, realizado sobre mujeres, de la historia.

Foucault llamó biopolítica a una forma de poder moderno que se ejerce sobre la vida de cada individuo y que opera a través de supuestos discursos de la verdad, como el de la ciencia. Su fuerza, más penetrante e insidiosa que ningún otro, radica en que se percibe no como poder sino como ciencia (biopoder). Sirva el ejemplo del transgenerismo, que hoy utiliza niños como bandera del nuevo progresismo. El adolescente espera que su cuerpo le proporcione identidad personal, pero si éste no está a la altura de sus expectativas -irreales- le asiste el derecho a desplegar sobre él las artes del biopoder: hormonas que bloquean la pubertad, cirugía genital u otras intervenciones farmacológicas o de apoyo psicológico. Sacrificar el cuerpo y buscar, tecnología mediante, que una nueva forma le ofrezca identidad son los presupuestos y herramientas de un biopoder que transforma -y mutila para siempre- un cuerpo sano por causas ajenas a él.

En toda esta retórica eugenésica, que aboga por la salvación del hombre y del mundo a través del progreso genético y del control de la población, la capacidad desordenada e impredecible de procreación de la mujer viola las expectativas de una reproducción racional. Para esta corriente, el cuerpo femenino está ligado a fuerzas irracionales e incontrolables. Las mismas contingencias de su naturaleza -gestación, parto o menstruación- son realidades biológica que se desvinculan de la salud. Así las cosas, el cuerpo acaba convertido en chivo expiatorio (la menstruación suele presentarse en EEUU como un trastorno ignominioso, para beneficio de una descomunal industria). Alcanzar la "calidad de vida" pasa también por la esterilización o muerte de otros -nonatos o sometidos a eutanasia. Aunque la mayoría de eugenistas fueron médicos y científicos -Sanger reza entre las excepciones-, sus observaciones no se sirvieron de lentes neutrales con que vislumbrar conclusiones objetivas sobre la verdad de la procreación y el cuerpo femenino. Sus prejuicios conformaron su ciencia y ésta ha alimentado sus prejuicios. Los credos eugenésicos han insistido en políticas e intervenciones médicas que han moldeado el imaginario social y la forma en que muchas mujeres perciben sus cuerpos.

Estas corrientes proceden del giro secularista nacido de la cepa de las Guerras de religión después de la Reforma, cuando por causas sociales, económicas e ideológicas la cosmovisión trascendente se vio sustituida por una orientación inmanente con sede en el bienestar material. En el nuevo ideal la concepción aristotélica de buena vida -contemplación y conducta virtuosa- quedaría anacrónica. Sin embargo, los cuerpos seguirían envejeciendo, enfermando y muriendo; es decir, no se cumplía el ansiado proyecto de juventud y salud perpetuas. Hoy, en cambio, si el orden material falla, disponemos de unas herramientas de fina metafísica, como el aborto, la eutanasia, los anticonceptivos o la plastia penevulvar, recursos todos cuyo poder se aplica a la materia de la misma manera que uno se unta pomada balsámica. La reducción de la vida buena a las bondades de la materia es el criterio que guía las nuevas intervenciones biopolíticas. No siendo el fin último la manipulación del cuerpo, sino la calidad de vida, resulta paradójico que esta cultura de la buena vida acabe mágicamente en el disparate de la "cultura de la muerte". Nada mejor para definir la inmadurez de los individuos y su tiempo que ese afán por vivir fuera de la realidad, en el puro Metaverso.

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