Nos lo enseñaron pronto: no hay peor trampa que hacer uso de la lógica inductiva, aunque esta podía dar buenos resultados humorísticos en ningún caso podía utilizarse como fuente de información fiable. La prueba era Julio Camba que cogía a un policía alemán gordo y a partir de él y sus actitudes retrataba a todos los alemanes. ¿Quién iba a decirnos entonces que la lógica inductiva reinaría en el mundo como ley fundamental de los razonamientos?
Que un futbolista contrata a unos enanos para su fiesta de cumpleaños: una asociación por la dignidad de las personas con acondroplasia, sin preguntarle a los contratados, lanza una amenaza de acciones judiciales porque el futbolista “humilla” a todos los enanos. Muchos de los que participaron han salido a defender su derecho a trabajar y a afear a la asociación que ni les hayan preguntado y se arroguen un derecho de representación que no tienen.
Que hace falta calmar los ánimos de los independentistas catalanes ante los reveses que llegan de Europa para su autoamnistía, se les cede la gestión de Hacienda como si Hacienda no la pagáramos los individuos, y no los territorios, y por lo tanto “el cupo catalán” sería como si mañana aprueban una ley según la cual quienes ganen más de 100.000 euros al año forman parte de un territorio esparcido por toda la geografía nacional que podrá gestionarse sus recursos sin intervención del Estado.
Que unos delincuentes magrebíes le dan una paliza a un señor en Torre Pacheco, allá que se juntan ultras llegados de varios países y tan exquisitamente coordinados que hasta negocian con la policía, y le declaran la guerra a toda la comunidad magrebí, saltando por el hecho, más que sospechoso, de que hace poco unos niñatos la emprendieron a golpes contra un señor de setenta en Almería y no se armó ninguna marimorena porque los niñatos lucían diez apellidos españoles.
Me acuerdo de un compañero gitano que tenía en una de las redacciones en las que he trabajado que decía siempre –por ejemplo, cuando USA empezó a bombardear Bagdad–: Titular: “Los payos defecan millones de misiles sobre la capital de Iraq ocasionando miles de muertos”. Llevaba razón, así se trató a los gitanos durante décadas, juzgando a toda la raza por lo que hicieran algunos de sus componentes.
Se produce en nuestra época una deslumbrante paradoja pues mientras se potencia el individualismo y el narcisismo –para que el consumo esté en su apogeo–, se nos etiqueta en rebaños de raza, edad, nacionalidad, clase con parámetros tan fijos que se diría que ha calado el determinismo con tanta fuerza que es imposible deshacerse de cualquier etiqueta, con independencia de cuál sea tu comportamiento o tu manera de estar en el mundo. Entre esas etiquetas hay unas que pesan más que otras: por ejemplo, la de clase pesa más que la de raza, porque de lo contrario, en la pasada Eurocopa hubiéramos leído el titular “Un golazo magrebí nos ayuda a ser campeones”.
La solución de deportar a todo el que entre de forma irregular en territorio europeo deja bastante por los suelos el humanismo del que hacemos gala –fruto de la conjunción de la democracia helena, que no era democracia, el pensamiento cristiano y la herencia judía–. Es volver a la lógica inductiva de que si se cuelan unos cuantos criminales –porque no en vano esos trayectos los operan mafias–, todos los que vienen son criminales. Cabría darle la vuelta, considerar a la mayoría refugiados políticos, porque si huir del hambre y la pobreza no es motivo político suficiente, no sé qué lo será. Que en ese ejército de la desesperación vienen elementos indeseables está fuera de toda duda y es misión de las fuerzas de seguridad encontrarlos y deportarlos o enchironarlos. Sé que es fácil de decir, que para ello harían falta reforzar efectivos –pero no de los que negocian con neonazis–. Trabajar, en una palabra. Y desde luego distanciarse tanto del buenismo absurdo como del discurso ultra. Es decir, rechazar cualquier lógica inductiva y tratar a cada criatura como lo que es antes que nada: un individuo, una historia.