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La mayor parte del tiempo no sabemos qué pasa por su cabeza”. Esto dijo uno de los hijos de Alain Delon sobre su padre hace pocos meses, mientras andaban entre juzgados y expedientes para incapacitarlo. La herencia, la dichosa herencia a la que tantos atribuyen la destrucción de las familias, cuando en verdad lo que termina con una familia es la muerte: la muerte de los padres. No hay más. Si hubo verdadera familia, cosa tan extraordinaria y rara, tan imperecedera si la hay y se acaba y, sin embargo, la sigue habiendo, con ellos se acaba. Definitivamente. Para siempre. Hay otras casas, y te acogen, y cobijan, pero ya no son la despreocupada casa que era tu casa. Eso dijo de Delon, meses antes de su muerte, uno de sus hijos. El bello y lacónico actor francés sufrió hace cinco años un ictus que, al parecer, lo había mermado, pero no inhabilitado. Y los hijos ahí rondaban, al acecho. Seguramente no mereciera más como padre, quién sabe el tiempo y la atención que les dedicó, no debe de ser fácil el papel de padre corriente para una estrella mundial de cine, aunque el mero apellido haya abierto puertas y dado sustento a los hijos, garantizando una vida fácil, al menos en lo material. Igual no fue un mal padre, dentro de sus posibilidades. Quién sabe. Lo curioso es la declaración de uno de ellos: la mayor parte del tiempo no sabemos qué pasa por su cabeza. ¿Sabe un hijo qué pasa la mayor parte del tiempo por la cabeza de su padre?
Si los hijos son un misterio para sus padres, al crecer y dejar de ser esos seres dependientes que eran cuando sólo veían el mundo a través de sus ojos, ¿qué no serán los padres para sus hijos? ¿Qué curioso enigma pueden ser? Para la mayoría acaban por no ser nada, porque pocos hijos dedican tiempo a pensar en sus padres o, mejor dicho, en las vidas de sus padres, en cómo eran sus vidas antes de serlo. Porque hubo unos años, a veces no pocos, en que nuestros padres no sólo no lo eran sino que tal vez ni siquiera tenían el pensamiento o el deseo de serlo. Y, esto aparte, ¿cuántos hijos se paran a pensar en las vidas de sus padres desde que lo son? ¿Cuántos reparan en las oportunidades que rechazaron porque temieran descarriar o torcer la crianza de sus hijos? ¿Cuántos en los caminos que pudieron seguir y no tomaron pensando en la repercusión que sus decisiones tendrían en las incipientes vidas de sus hijos, y eso los llevó por otras vías, a veces hasta esas que el lenguaje ferroviario denomina vías muertas? “La mayor parte del tiempo no sabemos qué pasa por su cabeza”. ¿Hay alguien que pueda afirmar, tan categórica, tan soberbiamente seguro, algo así? No ya de su padre o su madre, o de sus hijos, o de su pareja, sino de cualquier persona, dejando de lado a uno mismo. Si hay vidas con zonas en penumbra, ignoradas, para quien mire más atrás de sí mismo y se haga preguntas, son las de los padres, porque cuando se tiene el suficiente bagaje a las espaldas como para mirarlos de tú a tú ya no están, no pueden responder a las preguntas que quedaron por hacer, resolver las dudas sobre ellos. Aunque si estuvieran, a buen seguro no responderían. Callarían. Sólo el silencio puede igualar la eterna discreción de la muerte.
Lo que sí saben los hijos de Alain Delon, como sabemos todos, es que a la tumba de Romy Schneider, el gran amor del actor, no le han faltado flores desde que a finales de mayo de 1982 la encantadora Sissi decidiera abandonar esta vida. Sí, quizá los amores sólo sean arrebatados y duraderos y no caduquen cuando falten, quizá sólo al acabarse te des cuenta de que algunas cosas no acaban, y el difícil e infiel y poco llevadero Alain Delon tuvo que perder a la frágil Romy para darse cuenta de cuánto la quería, y las flores en la tumba de la actriz en verdad fueran flores para su propio sepulcro, para el túmulo viviente de quien, en el aspecto amoroso, se sabía ya derruido, un moribundo. La mayor parte del tiempo no sabemos qué pasa por su cabeza. Qué estúpido puede llegar a ser un hijo. O cualquiera que opine de una vida ajena. Qué sabemos de lo que pasa por la cabeza de nadie, cuando manda flores a la tumba de la persona a quien más quiso, quizá arrepentido por no haber llenado de flores los días en común, quizá sólo intentando retener los días floridos, tan idos. Quién sabe lo que pasa por la cabeza de nadie, quién puede creer saberlo. Lo que sí sabemos, con una certeza que apena, y resquebraja, pavorosa, es que cualquiera podrá mandar flores a la tumba de Romy Schneider, pero ya nunca más las mandará Alain Delon
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