El jueves 20 de noviembre de 1975 amaneció con una claridad transparente, límpida, que intensificaba la sensación de frío. Madrid se despertó sumido en un silencio espeso, con una tranquilidad que se diría de alivio tras producirse el acontecimiento que toda España llevaba esperando desde hacía tiempo, incluso desde antes de la enfermedad del dictador. Había sido un mes de agonía durante el cual su muerte se había entrevisto en varias ocasiones en los partes médicos diario. A las siete de la mañana se hizo pública la noticia, así que sería poco más tarde cuando mi madre, igual que hizo unos años antes al llegar Amstrong a la Luna, entró en mi habitación para darme la noticia de la muerte de Franco, anunciada por el ministro, León Herrera, al que mi padre estaba escuchando en la radio con semblante serio. Una noticia que se recibió como lo que era: un hecho esperado desde hacía semanas, sino meses. En esos momentos, más que conmoción o miedo, lo que había en la sociedad española era expectación por lo que pudiera suceder. La agonía de Franco, alargada por los médicos durante más de un mes, había agotado la capacidad de reacción de la sociedad y, sobre todo, había servido para prepararla ante un acontecimiento que no podía ser inesperado, como sucedió con el atentado contra Carrero Blanco. Podría existir cierta inquietud, cierto temor impreciso ante el futuro, pero era incomparable con la reacción que tuvo lugar entonces.
Tras la algo teatral aparición del presidente Arias Navarro en televisión para dar lectura a un mensaje póstumo de Franco, poco a poco las calles se fueron llenando de quienes iban a trabajar como si nada hubiera sucedido, y de aquellos que, por el contrario, no querían quedarse al margen de lo que estaba ocurriendo. L* y yo recorrimos en coche gran parte de un Madrid más solitario de lo habitual, pero también expectante, inquieto. En la Ciudad Universitaria, en Argüelles y alrededores de la Castellana, las calles estaban casi vacías, aunque el centro estaba algo más animado. Había una atmósfera extraña, entre festiva y laborable, como si en el mismo día coincidieran dos días diferentes. Los bares, como aquel de Alonso Cano cercano a Ríos Rosas en el que estuvimos con P* e I*, estaban llenos de parroquianos tomando el aperitivo, en los que no se oía ninguna alusión a lo sucedido. Era una proclamación de que la vida seguía, aunque nadie supiera que ese día las funciones de Jefe del Estado, y por tanto la dirección de España, legalmente las tenía no el presidente Arias, sino el Consejo de Regencia que presidía Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes. Nada de eso importaba entre cervezas y raciones de gambas, calamares y de patatas bravas. Era como un desafío instintivo a una realidad de la que temían sus repercusiones, pues el ambiente del bar chocaba con cualquier sentimiento de pesar y desmentía cualquier luto, como el declarado por el gobierno. La realidad es que parecía que en Madrid, en ese día soleado y todavía otoñal, no había sucedido nada.
Durante las semanas que duró la agonía de Franco, e incluso con ocasión de su muerte y sucesión, que se alargó durante tres días intensos, la oposición estuvo en silencio, apartada o, mejor, ausente, de los acontecimientos. Mientras, parecía que se cumplía la previsión acerca de la sucesión del dictador realizada por Jesús Fueyo, director del Instituto de Estudios Políticos y una suerte de Carl Schmitt del régimen, con permiso de Javier Conde: “después de Franco, las instituciones”. En las últimas semanas hubo algo parecido a una tregua en la actividad de la oposición en el interior, aunque, por el contrario, en el exterior las reuniones, contactos y declaraciones de la Junta Democrática y de la Plataforma de Convergencia Democrática eran continuas, casi frenéticas. Mientras Madrid permanecía en calma pero expectante, en estos días de noviembre la capital de la oposición española al franquismo era París. Notas redactadas en enero de 1976.