La tribuna

Crisis de sentido en la sanidad española

Crisis de sentido en la sanidad española
Rosell
Esteban Fernández Hinojosa
- Médico

Los médicos se concentran hoy ante el Ministerio de Sanidad. Lo hacen con pancartas, sí, pero sin aquella épica de las barricadas; con un cansancio que se ha vuelto su forma de vida. El blanco de sus batas ya no es puro, muestra gestos de rebeldía, quizá de advertencia. Cuando un país empieza a perder a sus médicos, más que profesionales cualificados, pierde una parte de su pulso vital, de su capacidad para cuidarse a sí mismo. Desde hace más de una década, España no consigue retener a quienes velan por su salud. En 2024, más de tres mil médicos solicitaron certificados de idoneidad para ejercer fuera del país –un 20% más que el año anterior y el récord en cinco años–. No se marchan por afán de aventura, sino por dignidad. Sus salarios apenas alcanzan la mitad —a veces ni un tercio— de lo que se percibe en los países de nuestro entorno; sus contratos inestables se renuevan con la misma rutina con que se inicia una guardia, y la sobrecarga asistencial convierte el agotamiento en costumbre.

Según informó hace poco el periódico digital El Debate, en los últimos seis años se registraron un total de dos mil bajas de la colegiación de profesionales que habían solicitado un certificado de idoneidad. Detrás de cada número hay una historia de vida truncada, una vocación que cruza la frontera en busca de reconocimiento y condiciones que aquí se niegan. Mientras tanto, nos acercamos peligrosamente al millón de pacientes que esperan una cirugía, y más de cuatro millones, una cita con el especialista. Con menos médicos, hay que multiplicar las guardias, y las horas se estiran hasta deformar el tiempo. Ay, el tiempo. Esa fuerza invisible que todo lo ordena o lo disuelve parece ahora enemigo y juez de una profesión que vive atrapada entre la entrega y el agotamiento. En los pasillos de los hospitales el cansancio adquiere rostro. Los médicos no sólo se manifiestan por ellos; lo hacen también por quienes mañana esperarán que alguien los escuche sin prisa, los mire sin estar pensando en la planta siguiente.

El llamado Estatuto Marco –impulsado por el Ministerio de Sanidad– ha encendido la mecha del descontento. La manzana de la discordia surge al negarle el voto al representante de los médicos para legislar con ellos –y no contra ellos–; es decir, entre quienes gestionan la sanidad y quienes la sostienen con sus manos. Pero la voluntad política que lo mueve desprende el tufillo fáustico de quien vende su alma, renunciando al ideal de servicio público, a cambio de sostener los equilibrios contables. Inaceptable para los facultativos; no por orgullo corporativo, sino porque consolida un modelo insostenible. Lo que empezó siendo una crisis de recursos se ha vuelto una crisis de sentido que, como el monstruo del lago Ness, por mucho que se busque, no se logra encontrar. En las redes sociales, la gran plaza donde lo íntimo se vuelve público, muchos médicos relatan sus noches en vela, los contratos temporales, las dificultades para conciliar vocación y vida de familia. Y esos testimonios acumulan comentarios de pacientes agradecidos, colegas resignados y ciudadanos que se preguntan cómo se ha llegado ahí. Es el nuevo foro de la conciencia, un espacio donde la fatiga profesional se ha convertido en una interrogación colectiva.

Hay en esto una paradoja moral que concierne a todos. Detrás del médico que emigra duerme una sociedad que olvida retener lo mejor de sí. Se trata, en efecto, de reclamar mejores condiciones, pero también de recuperar la idea de que cuidar de quien cuida es una forma de justicia y de civilización. Hoy Madrid se llena de batas blancas. Y no piden compasión, sino respeto, tiempo y estabilidad. Piden poder seguir siendo médicos sin tener que ser héroes a los que haya que rendir cerrados aplausos desde los balcones. Su protesta no es sólo una grieta en el sistema, sino un espejo en el que el país entero debe mirarse. De lo contrario, corre el riesgo de perder lo mejor de quienes lo cuidan.

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