EDITORIAL
Crisis de identidad en Europa
El funcionamiento del Estado democrático se fundamenta en el equilibrio entre los diferentes poderes que lo integran y en el espíritu de colaboración entre todos ellos para lograr el fin último, que es que los ciudadanos puedan ejercer la soberanía en plenitud de derechos. Cuando esos equilibrios se rompen y las instituciones dejan de respetarse es la propia arquitectura del Estado la que se resiente. Esta semana hemos asistido en España a un intento de deslegitimar el fallo del Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado. Es grave que se arremeta por motivaciones exclusivamente políticas contra la máxima instancia del ordenamiento judicial, pero lo es mucho más que ese movimiento esté encabezado y dirigido por el Gobierno de la nació, que apenas puede ocultar su ataque bajo el mantra del respeto a una resolución que no comparte. A una escala muy diferente, también en Andalucía se ha visto durante los últimos días como desde un juzgado de instrucción se ordenaba una operación de la Guardia Civil que conllevaba la detención de los principales responsables políticos de la Diputación de Almería, entre ellos su presidente. Todo lo que ha rodeado estos hechos ha tenido una espectacularidad tan exagerada como innecesaria. No se trata aquí de valorar los hechos que han dado lugar a la detención del presidente de una institución pública. En su momento será la Justicia la que determine la gravedad de lo ocurrido. Pero sí de dejar constancia de que en este tipo de operaciones la discreción y el respeto a la presunción de inocencia deberían ser extremos. Cada vez son más frecuentes operaciones como la de Almería que parecen pensadas para que las exhiban las televisiones y corran por las redes sociales. España necesita una reordenación de las relaciones entre las instituciones. El irrespirable clima político no ayuda a ello, sino todo lo contrario.
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