Ahora que ya estoy en tierras brasileñas y felizmente alojado en un estupendo hotel de la Avenida Paulista de la capital, puedo hablar de vuelos y de aeropuertos sin necesidad de cruzar los dedos, porque ese concepto de “tierra de nadie” en que uno parece estar una vez que pasa el control de aduanas y jurídicamente ya no está en esa tierra que todavía pisa, pero tampoco en la que te recibe, siempre me ha resultado inquietante de puro abstracto, y hasta con tintes metafísicos, y más aún en un viernes 13 como hoy.

Es tan abstracto y metafísico como en su día fue para mí el tema tratado en “El peso de las almas”, una novela ya olvidada del francés Bernard de Kerraoul que accidentalmente leí en mi adolescencia, en la que especulaba sobre esos 21 gramos de diferencia de peso que hay entre un cuerpo humano vivo y su cadáver, mucho antes de que el cineasta González Iñárritu pensara siquiera en rodar su película con esos mismos gramos en el título.

Como buena parte de ese tiempo que uno pasa en tierra de nadie está volando y sin poder entender todavía cómo un aparato tan grande y pesado, con tantas personas y equipajes dentro, puede mantenerse en el aire, esas largas horas de extravío identitario me invitaron a pensar que cada uno de los que veníamos en el avión que nos trajo desde Madrid hasta Sao Paulo tan solo pensábamos esos 21 gramos durante toda la travesía del Atlántico, y tan sólo así se hace más explicable para mis entendederas el milagro de volar sin haber nacido con facultades naturales para hacerlo, y sin tener ya aquella sensación de pánico de mi primer vuelo, un puente aéreo Madrid-Barcelona por razón de amor y a principio de los años 70, hasta el extremo opuesto: tengo tan asumido que a mis años cualquier instante puede ser el definitivo, que no me importaría que mi último suspiro tenga lugar en mitad de un vuelo, para que luego se puedan referir a mí como “ese pintor que murió igual que Mary Santpere, durmiendo en mitad de un vuelo”.

Por eso, cuando estoy en tránsito entre dos continentes en mitad de la madrugada, costumbre que sigo para que mi noche biológica de animal de costumbres coincida con la noche volante, siempre me dejó llevar por este bobo pensamiento que el efecto jetlag, del que nadie se libra tras un vuelo transoceánico, realmente no es más que el reajuste entre nuestra carcasa carnal y esos 21 gramos de algo inaprensible que llamamos alma, y que tanto juego le ha dado a las religiones para hacernos creer que somos poco más que un saco de huesos y carne pecadora, y 21 gramos de espíritu, aunque a la postre todo quede en polvo, aunque sea aquel polvo enamorado del verso de don Luis de Góngora que varios siglos después, ya en nuestro tiempo, hizo suyo Luis Eduardo Aute en una de sus más inspiradas canciones.

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