04 de noviembre 2025 - 03:06

Cada generación inventa el mundo por primera vez. Es normal y hasta deseable que cada veinte años una nueva mirada se sorprenda con las maravillas heredadas de las generaciones pasadas. Hay algo enternecedor en ver cómo una joven mente descubre por primera vez a Nirvana, a Kafka, a Borges.

Todos hemos pasado por ahí en algún momento, por eso me resulta tan irritante el adulto que ridiculiza al adolescente entusiasmado por su nuevo hallazgo. Ese tesoro es tan especial que no comprende que no sea el foco de todas las conversaciones todo el tiempo. Aún tarda en ver que los clásicos no pasan de moda porque ya no están de moda, que no se habla de ellos porque no se deja de hablar de ellos, no como centro de la conversación sino como murmullo perpetuo a través del tiempo.

Sin embargo, las reglas han cambiado. En los últimos años, la explosión de las redes sociales ha propiciado que cualquiera tenga acceso a un altavoz público que entroniza indiscriminadamente a sabios e ignorantes por igual. En ese contexto, los jóvenes son un nicho de nichos: agrupados por edad, separados por tendencias y aficiones. Y ahí entra Taylor Swift.

La cantautora estadonidense es una afición en sí misma, con legiones de fans repartidos por todo el mundo. Los swifties son encantadores, debo decir, y pocos aficionados transmiten tanta pasión de una forma tan positiva. El algoritmo sabe de mi simpatía por esta tribu social y, de vez en cuando, me muestra sus vídeos más populares. Algunos son divertidísimos. Sin embargo, me ha sorprendido cuántos explican a sus seguidores quién es Ofelia, personaje que da título a uno de sus últimos temas, The fate of Ophelia, pero no desde la curiosidad sino desde el reproche, especialmente en comentarios: “esto no me lo explicaron en clase”, “si mis profesores me enseñaran estas cosas aprobaría seguro”, “ojalá fueran así mis clases de Literatura”.

Nunca se me ocurrió culpar a la generación anterior de mi ignorancia, al contrario, quedaba esta de manifiesto cuando me ponía a buscar información sobre mi nuevo tema favorito y encontraba ríos de tinta que yo no había leído. Comprendía que mi entusiasmo no era único sino que me unía a una corriente de personas que, mucho antes, habían amado y compartido lo que acababa de descubrir. Pero las redes segmentan y separan, creando espacios tan diferentes para cada usuario que no sabemos qué está ocurriendo en la pantalla de al lado. Quizás sea hora de recuperar espacios de conversación común.

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