Confabulario
Manuel Gregorio González
Narcisismo y política
Juraría que era en semiótica donde estudiábamos el poder comunicador del silencio, esa voz tan fuerte siendo muda. Es mentira que las relaciones sobrevivan a la ausencia de comunicación porque las palabras son, bien lo sabemos, el engranaje detrás del amor y la amistad.
Son las palabras las que nos unen en esa primera amistad donde un trauma compartido es el principio de un chiste, de una carcajada que cura y que repara. Son las palabras, siempre lo son y siempre lo han sido. Las que nos conectan con la música que escuchamos y crean los estribillos que cantamos, que nos llegan tan hondo que queremos etiquetarlos en redes sociales para que todo el mundo los lea y sepa lo que estamos sintiendo, un mecanismo un poco infantil, no nos engañemos, pero muy utilizado cuando no encuentras tu propia voz y tomas otra prestada. Esas voces compartidas que son las canciones y que utilizamos para rellenar nuestros silencios.
Pero cuando el tiempo pasa y las palabras ceden paso al silencio, poco a poco, sin darnos cuenta, la relación que sostenían se resquebraja. Los viejos chistes se oxidan y los nuevos no son compartidos porque, cuando se contaron, tú no estabas. Tampoco lo son ya las nuevas anécdotas. Hay que ahondar en la memoria de los años para reencontrar los espacios comunes que forjaron aquellas risas, aquellas horas de charla insustancial que sostenían el mundo. Porque todo muere y sin nada que lo sustituya no se renueva. No se puede alimentar el fuego sólo con ascuas.
Teme al silencio. Témelo porque es la antesala del olvido. Témelo y rómpelo con un «hola, ¿qué tal todo?», «¿cómo vas? Hoy me he acordado de ti porque no veas lo que me ha pasado». Sólo las palabras tienen ese poder ignífero capaz de volver a prender lo que estaba dormido. No te creas a los gurús de la vida cuando dicen que la verdadera amistad resiste el tiempo, el silencio y la distancia porque no es verdad. Quienes resisten son el cariño y la nostalgia, el afecto ligero, aleteo leve de un recuerdo feliz. Resiste una sobremesa esporádica, una vez al año o cada dos, pero no el tedio de la conversación diaria, esa capacidad de hablar de nada y de todo cuando estamos con los verdaderos amigos, aquellos que comparten nuestro lenguaje secreto cultivado a través de los días.
Qué fácil es convertirse en un recuerdo, un holograma de otra vida, de otro tiempo, en una imagen translúcida sin sonido ni voz. Teme al silencio, témelo. Porque cuando se termina la conversación, se termina todo.
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