Cuatro décadas después de que la mal llamada “peste del siglo XX” nos dejase el alma en vilo, otra pandemia vino a ponernos contra las cuerdas, aunque en esta ocasión ya no hubo etiquetas de género o condición que poner a los afectados, más allá de sus edades y latitudes, circunstancia que tendrá que ser analizada cuando la perspectiva que sólo otorga el paso del tiempo nos permita analizar y vislumbrar algunas conexiones que aún hoy se escapan a nuestra razón.

Porque aquella pandemia en la que se estigmatizó a determinados colectivos aplicando criterios morales espurios, terminó por arrasar la vida de millones de personas, y de algunos amigos míos cuando estaban en el mejor momento de sus vidas y de sus trayectorias profesionales, desde el poeta Jaime Gil de Biedma en plena madurez, que ya había dejado de escribir, literalmente, porque todo cuanto tenía que expresar ya estaba dicho, hasta los artistas plásticos de mi generación, con los que compartí algunos proyectos y experiencias que apuntaban hacia horizontes más esperanzadores de lo que luego se ocupó de certificar la cruda, fría y sucia realidad, y cuyas obras han quedado como testimonios de unos tiempos difíciles e imprevisibles.

Aunque en algunos casos las obras de algunos pintores que hoy forman parte de la Colección Olontia no están directamente relacionadas con la problemática que las reúne en la exposición La gloria de los malditos, creo que sí lo están las de Joaquín de Molina reivindicando una sexualidad libre en 1977, y las creadas por Pepe Espaliú en sus últimos meses de vida, cuando ya tenía conciencia plena de su irreversible final por el SIDA. Pero, unos por otros, todos estos creadores de universos paralelos sufrieron en sus carnes un lacerante rechazo social, y a veces también profesional, derivado de la ignorancia y los perjuicios, que nunca ha sido completamente restaurado: tan sólo tengo que recordar los últimos meses de vida de Jaime Gil de Biedma encerrado en su casa, de espaldas al mundo, y dedicado a destruir todos los papeles que no debían sobrevivirle, en un gesto de suprema penitencia, o el valor simbólico del carrying de Pepe Espaliú por las calles de Madrid, el 1 de diciembre de 1992, para que un estremecimiento me recorra el espinazo como un relámpago en mitad de la noche.

La gloria de los malditos tiene, por tanto, algo de ajuste de cuentas con un pasado indigno, pero también de reivindicación de una memoria, tanto individual como colectiva, aunque tan sólo sea porque ya no queda otra forma de reparación, en muchos casos, que combatir la tentación del olvido recuperando su trabajo para la reflexión y el disfrute de quienes vivimos muy de cerca aquellas tragedias personales, y también de las nuevas generaciones que tan sólo tienen conocimiento de aquel drama colectivo a través de la hemeroteca y de los documentales sobre el SIDA, para así asumir la memoria de tanto olvido.

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