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Le debemos a Rosanvallon el mejor relato de cómo desde el comienzo del constitucionalismo, junto al principio democrático, también el principio de imparcialidad, vinculado al conocimiento experto, ha sido presupuesto de la legitimidad del poder. Si pensamos no en los jueces, cuya legitimidad democrática reside en su sumisión a la ley, pero que también acceden a la carrera mediante la demostración de un saber técnico, sino en su órgano de gobierno, el CGPJ, vemos que en el diseño constitucional está presente esta idea. Por eso, el 122.3 de la Constitución establece que los ochos juristas que, junto a doce jueces y magistrados, integran este órgano han de tener un reconocido prestigio. El constituyente, además, quiso garantizar que el espíritu partisano no dominara el órgano, imponiendo para su designación parlamentaria una mayoría de 3/5, el mínimo requerido para reformar la propia Constitución. Como es sabido, esa mayoría parlamentaria es, desde 1985, año en que los jueces perdieron la competencia para elegir su representación en el órgano, la exigida también para la elección de los 12 vocales de procedencia judicial. A este punto, es necesario vernos como somos. Si en el cuerpo de jueces y magistrados más de un 40% de estos no están integrados en ninguna asociación profesional, la realidad es que los dos grandes partidos, PP y PSOE, prácticamente sólo han designado como vocales a jueces vinculados a aquellas asociaciones profesionales que les son ideológicamente afines, la APM y JJpD, las cuales sólo integran aproximadamente a un 35% de la judicatura. Aquellos 3/5 con los que el constituyente quiso garantizar la imagen de imparcialidad del órgano no han servido para frenar la colonización partitocrática. A la lógica vicarial de la etiqueta de conservador o progresista ha respondido también la ejecutoria de los vocales que no son jueces sino juristas prestigiosos. Su reconocida competencia profesional, fundamento también de su legitimidad, perece frente a su férrea disciplina de facción, hasta el punto de que cualquier vocal que se desvía del bloque ideológico, como hemos visto esta semana, es visto como un traidor a un supuesto mandato imperativo con el partidismo. El CGPJ ha perdido así su credibilidad, por lealtad partidaria y deslealtad a la Constitución. Es ilusorio pensar que esta mácula no afecta a la veracidad de los nombramientos discrecionales que este órgano ha de hacer en el ejercicio de sus competencias y deja intacta la propia imagen de imparcialidad de la justicia.
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