A las cinco en la Palmera

30 de septiembre 2025 - 03:08

Solíamos quedar temprano, a las cinco, en la Palmera. Para mí, siestófila desde pequeñita, era como madrugar, aunque aquellas tardes merecía mucho más la pena que hacerlo para ir a clase. Apenas teníamos doce años y ya empezábamos a salir solas los viernes y los sábados por la tarde. Siempre era el mismo ritual: quedábamos en la Palmera, merendábamos en el Oh la la, comprábamos las chuches en Belros y a las seis y media estábamos ya dentro del difunto cine Emperador, a quien el Señor tenga en su gloria. Algunos días, si la película era cortita, hasta nos daba tiempo de comer una hamburguesa de la plaza de las Monjas. Antes de las diez estábamos todas en casa. Eran otros tiempos y los niños de doce años íbamos al cine y a los recreativos, semana sí, semana también. Estábamos en primero de ESO y éramos MAYORES.

Aún recuerdo los cintillos que se me resbalaban hacia atrás por el pelo lacio; las camisetas anchas con dibujos de ositos y corazones; las sudaderas atadas a la cintura (la moda nunca ha sido mi punto fuerte). Recuerdo llamar a casa al llegar al cine, desde la cabina que había en el hall, y llamar de nuevo al salir para avisar de que ya volvíamos. Definitivamente, eran otros tiempos.

Vimos Titanic de estreno, Expediente X, Diez razones para odiarte…

Los cursos pasaban y los recreativos empezaron a ganarle la partida al cine. Allí podíamos charlar entre nosotras -porque siete horas diarias juntas no eran suficientes- y conocer a niños de otros colegios. Empezaban a surgir los primeros amores entre partidas de futbolín, billar y dardos. Teníamos trece años y ya sí que sí éramos mayores.

Sería bastante más tarde cuando aparecerían los primeros botellones y las primeras excursiones al turno light de la Alameda 9, con esos lentos que acompañaban los primeros besos y los primeros corazones rotos. Las primeras borracheras y las primeras potas escondidos en las callejuelas detrás de la Casa Colón.

Nada de eso queda ya. Sin cines, sin recreativos, sin fiestas para niños de su edad, nada que puedan hacer sin que alguien les lleve o les traiga en coche. Nada para ir abriendo sus alas, dando sus primeros y temblorosos pasos en libertad, aprendiendo a reír, a jugar, a equivocarse. Te los encuentras sentados en los bancos de las plazas, sin sitios donde ir, con los móviles como único entretenimiento. Con suerte, alguno tiene un monopatín. Eso sí, por lo menos pueden seguir yendo a merendar. De momento.

Tenemos una deuda de ocio con las nuevas generaciones, les debemos un espacio donde ser y crecer, lejos de las redes. Algo estamos haciendo mal cuando teníamos tanto y lo hemos perdido.

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