La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
POR esas cosas de la vida y esos recodos del tiempo,acaba uno encontrándose con una sorpresiva exaltación rociera, como me ha sucedido al entrever las páginas escritas por Don Pedro, que así le lla man al señor registrador marbellí, Martínez Casto.
Este onubense de cuna, ha recogido sus vivencias y las ha transformado en un viaje intimista, sin pretenciosas ambiciones ni vacuas y folclóricas secuencias.Narra aquello que ve y eterniza lo que vive. No pasan desapercidos los hechos que sustentan la vocación de ese peregrinaje, donde el Coto se hace camino hasta llegar a la Aldea Prometida.
En un breve y profundo registro, junto con sus hermanos, atraviesa las trochas, cierne los arenales, oye la gran tormenta del silencio y alza sus ojos al celestial encuentro con la Blanca Paloma,en la gradiosidad oculta del Cerro de los Ánsares.
El habla del Rocio, con la humilde verdad de las cosas de Dios. Los sucesos, por más intrascendentes, tienen su costo en esa sal que sala, en esa retranquilla que corre por su sangre desde que lo parieron y que vierte con suma discreción quien sabe desvelar la travesía de este divino encuentro, cuando Pentecostes alza su vuelo .
Y así, el Quema se hace río bautismal, el Rosario,un misterio de gozos, cuentas pendientes que afloran a la Virgen; el Ajolí retorna al puente idílico de los palos podríos y, último baluarte antes profesar a la Señora, el Bajo Guía es el viejo trasiego que divide el último rescoldo del ayer, rutinario, y los conduce al mar de Galilea, atravesando las playas de Castila y Malandar, virginales y ocultas a sabios y soberbios.
El relato se engarza en una larga tradición de maestros que cantan al Rocío desde una perspectiva universal y, a la vez , enraizada en su historia antropológica y espiritual. Sigue las huellas que forjaron Juan Infante Galán, el presbítero Muñoz y Pabón, el poeta Curro Garfias, las notas embujadas de Pareja Obregón o el duendeque se adueña en las voces de Fernández Jurado y Barbeito.
El jolgorio és ajeno, intrascendencia, sino va acompasado por el sentido último de las lengua de fuego y el manto protector de la Señora. Sin Ella, todo es mera apariencia, fatuidad mundana y falsario oropel.
Aparecen las gentes de corazón abierto, temprano y puro. Actores de un reparto con escenografía de añosos alcornoques, enhiestas dunas, lucios angelicales, reales garzas e imperiales y fastuosas águilas, y junto a ellos, el romero y la juncia, eremitas, los chaparrales bíblicos, los bueyes nazarenos con su cruz bajo palio de una carreta en flor, el ruiseñor que ensalza al lirio y ruboriza a la amapola.
Y entre la sevillana, que canta por la prima y llora en el bordón al paso de la coheteria, las manolas y los tamborileros, llamando con su son mariano a abrazarse en María, se alza un patio-catedral de Eucaristia, donde la Virgen tiene asiento de enea y pilón de agua clara y bendita. Su sede espiritana se erige entre los chozos de Princesa Sofía. Cada hoja es una nueva manifestación que sale al paso de remotas andanzas. De esa marisma carismática que implora del Espíritu su mediación y amparo. Del relente que a Pedro santifica.
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