Volviendo a los 80 Volviendo a los 80

Volviendo a los 80

Cualquier viajero que llegue en estos días al “rompeolas de todas las España”, según la expresión machadiana que todavía hoy zarandea el ánimo de quien la recuerda, y tenga querencia por el arte de este tiempo nuestro, tan convulso como acelerado, podrá comprobar con sus propios ojos que, si bien no puede asegurarse con garantías que “cualquier tiempo pasado nos parece mejor”, según cantaba Karina medio siglo atrás, sí puede constatar que los años 80 dejaron una huella tan indeleble en nuestras neuronas como grandes dosis de veneno en la piel, que siempre terminan por volver como las olas del mar a todas las orillas de este perro mundo.

Sólo hay que dejarse llevar por el instinto y rastrear la programación de las salas de exposiciones institucionales de la capital del Reino para poder darnos un soberano baño de nostalgia todos los que vivimos en primera línea de fuego aquellas batallas inolvidables de los años de tránsito entre las décadas de los 70 y los 80 –todos los supervivientes de mi quinta y más allá– y también los de las nuevas generaciones para constatar que, contra lo que estas redes sociales que todo lo contaminan puedan hacernos creer hoy, la España de cuatro décadas atrás era mucho más libre y permisiva que la de nuestros días, pero no tiene marcha atrás.

Y conste que quien lo afirma ahora y aquí es tan “partidario de la felicidad”, según la expresión acuñada por Jaime Gil de Biedma, como radicalmente opuesto a la nostalgia como argumento para confrontarlo con el presente, porque el pasado ya no tiene remedio ni para bien ni para nadie, y añorar otros tiempos es un ejercicio tan inútil que tan sólo sirve para alimentar a un animal tan voraz e insobornable como es la melancolía, razón por la que cada mañana al despertarme le planto cara y la combato con todo el ánimo y la energía que me permiten mis años, para espantar todos los fantasmas que se ponen en danza en cuanto me dejo llevar por el pensamiento postrero de que soy mortal y la parca empieza a perder la paciencia por sumar mis pobres huesos a su interminable colección.

Será por eso que la circunstancia de estar presente en una de estas exposiciones madrileñas que recuperan los años de mi juventud, a la par que en esa otra titulada Las puertas del cielo, que se exhibe en la sede de la Fundación Olontia, en Gibraleón, con obras que también remiten a un tiempo que ya es totalmente inasible salvo como parte de un pasado en el que vivimos vertiginosamente cuatro o cinco décadas atrás, me invita ahora a recordar y contemplar con cierta ternura a aquel antiguo muchacho que era por entonces, pero por el que hoy en ningún caso me cambiaría, a pesar de amar la vida con febril desesperación, y ser un descarado partidario de la felicidad.

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