En este perro mundo

Resurrección

Madrid ha sido para mí como una resurrección, tanto en lo material como en lo esencial, de puertas para dentro

Pese a mi actividad expositiva en otras ciudades de la península, y también allende los mares, la inauguración de mi Sala de mapas y otras pinturas recientes en la tarde de ayer, tras siete años sin presentar una exposición individual de mis trabajos en la que es mi ciudad de vida y residencia desde los años 70, Madrid, ha sido para mí como una resurrección, tanto en lo material como en lo esencial, de puertas para dentro, porque el trabajo de pintor es tan solitario que creo necesitaría ayuda psicológica si no fuera porque ese ejercicio de terca soledad se supone que ya lleva incluida la terapia lacaniana en sí misma y desde su propio origen.

Y tal vez esta contradicción perpetua que embarga a todos los que nos dedicamos a la creación –a pintar, diseñar y escribir letras de canciones o estos artículos, en mi caso– no sea otra cosa que la cruz con la que profesionalmente debemos cargar hasta el fin de nuestros días si comparamos nuestros trabajos con otros en los que la actividad es muy mecánica, como muchas cadenas de montaje, habituales en factorías repartidas por los cinco continentes de este perro mundo, porque su labor cotidiana se concentra en una simple repetición hasta el infinito de una misma función que está rayando en la alienación personal, aunque los avances tecnológicos la están dejando en manos de los robots como una moderna forma de redención, cuando las cornetas y tambores de las marchas procesionales de la Semana Santa todavía retumban entre nuestras sienes.

Pero la bendición que supone disponer de nuestro tiempo y capacidades para hacer realidad aquel sueño de juventud, que se sustancia en un proyecto vital sin más cortapisas que aquellas impuestas por uno mismo y sus circunstancias, es lógico y natural que también tenga, como todo en esta vida, otra cara de la moneda que sea más ingrata y nos afecte en lo intangible más que en lo material y monetarista: la inevitable zozobra de cualquier creador de ficciones, que tan bien recogió el título de aquella película de 1965, El tormento y el éxtasis, y tanto me marcó siendo un púber desnortado e interno en un colegio de curas. O, muchos años después, Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, en la que aparecí un momento como extra para, así, ajustar cuentas con los sueños impuros de mi niñez.

Por eso no me deja de resultar amarga la paradoja final de mi vida, y supongo que del resto de los mortales, ya que cuando uno empieza a tener la sensación de que, por fin, está aprendiendo a combinar el dolor con ese gozo impagable de sentirse libre y en plenitud de facultades, ya debe tomar conciencia plena de que el tiempo se agota, y no habrá vuelta de hoja ni señales indicadoras de auxilio en este camino final de la soledad, ya plenamente asumida, por donde el loco corazón cabalga.

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