La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
CUANDO Iniesta metió el gol aquel a Holanda hace cuatro años me acordé de mi padre. Él, que tanto había compartido los sinsabores de los Mundiales, lo habría celebrado como un acto de justicia, y se habría adelantado a Camacho al gritar "Iniesta de mi vida". Pero también me acordé de mi padre el otro día, cuando España perdió contra Chile: imaginé la inritación que habría pillado, rojo de ira, propinando manotazos a algún mueble, preguntando a Dios, directamente, sin intermediarios, como un Job desahuciado, si había derecho. Mi padre intentó inculcarme el amor al fútbol, sin éxito. Me llevó cuando yo era crío a algunos partidos y me aburrí en todos ellos soberanamente. Si por lo que fuera mi padre iba a ausentarse de casa cuando se iba a jugar algún partido del siglo, me pedía que se lo grabara en VHS para verlo esa misma noche, y siempre me costaba comprender la razón de semejante fidelidad hacia algo que le procuraba más malos ratos que buenos. Ya lo ven, el fútbol sigue sin gustarme. Pero creo que pocas cosas me mantienen más unido a mi padre, especialmente desde que su débil corazón decidió pararse hace ahora doce años.
Desde entonces mi padre se ha perdido algunos eventos decisivos, y yo me he perdido su reacción ante los acontecimientos. Me lo imagino guardando los especiales publicados en prensa a cuenta de la coronación de Felipe VI, comulgante con la trascendencia y a la vez escéptico. Así era él. Si le hubieran dado la oportunidad, habría salido a la calle con la rojigualda aunque fuese para no despertar sospechas; pero tampoco habría perdido la oportunidad de hacer algún chiste poco respetuoso. Si hubiera escuchado al Rey decir lo de "una monarquía nueva para un tiempo nuevo", se habría partido de risa. Mi padre era uno de esos hombres capaz de adaptar sus principios al contexto. Él, que adoraba la estética joseantoniana, me dijo una vez para mi sorpresa que lo mejor que podían hacer los ejércitos era disolverse. Pero imagino que casi todo el mundo es así.
Y cuando digo así quiero decir ni blanco, ni negro, sino todo a la vez. Lo malo es que estos tiempos son excesivamente proclives a la adscripción feroz: parece que hay que ser, por narices, monárquico o republicano. A muerte. Como si eso fuese lo importante. Pero peor aún es la evidencia de que con orillas tan polarizadas, las personas no cuentan más que por su filiación. Y esto no nos conduce a nada bueno. A lo mejor a este país le vendría bien un poco de contradicción, de irreverencia, de dejar de tomarse tan a pecho cuestiones que, insisto, no son importantes. Y sí, también me refiero al fútbol.
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