Los barbarismos nos invaden más que antes, y si para algunos esto es intolerable y síntoma de papanatismo, para otros es divertido, o te ayuda a darte pisto y postín de experto. Se enseñorean por el orbe, sobre todo, los ágiles neologismos creados en inglés, que definen y confieren mayor connotación a una tendencia social, una profesión, un deporte o casi cualquier cosa, y acabamos asumiendo sin traducir; bien por novelería, bien por capitulación ante la superior sugerencia y alcance del barbarismo. Esto nos pone frente a una alternativa casi ideológica: quijotismo frente a porosidad, numantinos frente a acogedores. La RAE, encargada de limpiar, fijar y dar esplendor al español, tolera ahora mucho los palabros (como éste mismo, ya en el diccionario). Lleva años de manga ancha que me recuerdan a una conocida -nada estrecha- que se autocalificaba de "abierta, pero flexible".

Uno de los neologismos en boga es influencer. Stricto sensu (¿fue esta expresión un barbarismo en su día, o es sólo una reliquia de aquel "latín mal hablado por norteños" que acabó llamándose castellano?), un influencer es alguien que, al adquirir en las redes sociales o la tele una cierta fama y credibilidad sobre un asunto, ayuda a vender a una marca. El influencer, a cambio, cobra mayor notoriedad y un dinero. Hace unos días, más de mil seguidoras de una tal Dulceida se agolpaban frente a una tienda de lencería y bañadores en Sevilla: allí habían llegado como posesas siguiendo el anzuelo de la influencer, en un triángulo win-win, que diría un buen coach: gana la marca, gana la bloguera, gana la seguidora que, fashion victim confesa, se siente un poco it girl y satisface su mono de consumo de moda.

Influencers pueden ser considerados personajes públicos de diversa condición: desde los profetas y no pocos tiranos -qué peligro lo del carisma- a, en estos días llenos de estímulos y datos infinitos y fugaces, gente como Jorge Javier, Piqué, Samantha Vallejo-Nájera o Belén Esteban. Los marcadores de tendencia que influyen en grupos grandes no podían ser ajenos a la política: Rufián y Errejón, Escolar y Évole, Obama y Trump son grandes tuiteros que palían la avidez de sus incondicionales a cada rato. Hubo -y hay, ya más pegados a la pared- unos influencer en la sombra que emporcaron el país: corruptos que manejaban influencias y voluntades. Algunas veces para su marca -su partido-; las más, para su buchaca (un barbarismo, por cierto, que importamos de Cuba y Colombia, por eso tampoco va en bastardilla).

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