Aún las piernas no me llegaban al suelo cuando mi abuelo abría el postigo, deslizaba el cerrojo de metal y entraba cargado de talegas llenas de hortalizas festivas. Dentro del canasto asomaban pepinos, pimientos y tomates que, más tarde, se convertirían en una pócima rojiza que aliviaría nuestra sequía. En el otro saco sobresalían naranjas, mandarinas y pequeñas sandías que, justo después, su nieta comería con cuchara pequeña. Mi abuela sacaba todo rápidamente, guardaba lo de después y se comprometía con el instante. Cortaba a pedacitos lo que, momentos antes, se escondía en la tierra, arraigado a los saberes, enraizado a tiempos y esperas. Cogía la cazuela de barro y zambullía a fuego lento toda la explosión de color, para crear así un caldo que alimentara a toda la parentela. Recuerdo que en aquella casa siempre había un plato para darle al de al lado, para la que quería repetir o para aquella que no decía nada, pero después se acercaba hambrienta tras un día de trabajo. Fue entre fogones donde aprendimos lo que significaba la solidaridad, el cuidado, el amor por la pared vecina. En el empedrado de esas calles supimos a qué sabían las costumbres y los valores, redes irrompibles del compartir. -Y todo gracias a la Tierra -decía satisfecha mi abuela. Por aquel entonces, yo creía que Tierra era una deidad dueña y señora de nuestro bienestar porque nos daba el alimento, los colores en el plato, la panza llena y la siesta de después. Un poco más tarde entendí que también tenían algo que ver las manos que la cosechaban, las horas al sol, el agua y los dedos que la cocinaban. Entendí que, sin quererlo, entre los tres habían creado una relación perfecta basada en el respeto, donde nadie pisaba el cuello ni las raíces del otro.

Por aquel entonces Tierra no sabía nada de lo que se le venía encima. Quizás notara algún hormigueo, pero no le daba importancia. Ella creía que la cultura por sus cuidados sería sempiterna. Pensaba que el tiempo y la admiración durarían de por vida y que aquella relación sería irrompible. Nunca pensó que podría ser quemada para beneficio propio, que los océanos ondearían plastificados, que los ríos estarían envenenados, que el campo se convertiría en desierto, que los polos se derretirían, que las temperaturas se volverían extremas, que las fábricas invadirían los campos y que aquellos que antes la cuidaban acabarían maltratándola ciegos de codicia e interés.

Fue entonces cuando Tierra empezó a sentirse mal. El termómetro marcaba límite, y no le quedó otra que cerrar sus puertas y pedir auxilio. Suplicó que se aboliera el individualismo, porque todo dentro de ella se encontraba interconectado y los comportamientos solitarios provocaban consecuencias nefastas para ambos. Animó a aquellos habitantes a que no esperaran que las soluciones vinieran desde la política o la economía, sino que se generaran desde sus actitudes cotidianas de consumo. Sus pobladores, tras oír aquello, estremecidos y avergonzados, metieron el cuello para dentro, queriendo así esconderse en el suelo que antes habían dinamitado. Pero Tierra les sacudió, les empujó más allá de su atmósfera para que pudieran ver el desastre, la majestuosidad fracturada y que así comprendieran que sin ella no eran absolutamente nada.

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