Tomás Pavón, un venero de cante verdad
Historias del fandango
Tomás Pavón, 2/4. El día en que echaron a Tomás Pavón de una reunión de cante en Córdoba y salió llorando por la escalera, según contó Pedro Garfias, que presenció el hecho y le consoló
Tomás Pavón, 1/4. Tomás Pavón prevalece
Tomás Pavón pertenece a la época de transición en la que el cante fue abandonando los cafés cantantes y subió a los teatros. Él alumbró con las viejas verdades del cante un tiempo nuevo para el flamenco. Y lo hizo en una época en la que se practicaba en los colmaos y los cuartos de juerga un cante de menor intensidad jonda y más diversidad, una tendencia que iría a más con el paso de los años y que consolidó un cambio de paradigma partiendo de los espectáculos de la ópera flamenca, desde 1925 en adelante.
En Tomás confluyen los ancestros de los cantes gitanos; de su garganta mana una decantación de los más preciosos metales de voz, una síntesis afortunada del cante verdad. Así que con él, el cante auténtico se sostiene cuando está soportando una degradación evidente. En una entrevista que le hizo Josefina Carabias a la Niña de los Peines en el diario Crónica, en el verano de 1935, Pastora se lamentaba de que el cante estaba degenerando, “porque el público no pide más que cante malo: colombianas, milongas, esas cosas… Ya no hay quien pida una seguiriya, unas soleares, unas tarantas… Eso ni se parese siquiera ar cante”.
La emoción de su cante
Con solo unas pocas grabaciones, la emoción y el magnetismo de su voz clara y su perfecto fraseo lo situaron como referencia del misterio profundo del cante. ¡Y eso que, según quienes le conocieron, sus discos no reflejan, ni con mucho, el encanto que destilaba escucharlo en directo, como recordaba su discípulo Chocolate! En la obra de Carlos Martín Ballester Tomás Pavón [3], el buen amigo Ramón Soler lo define al detalle: “El cante de Tomás no es bonito, es hermoso; no es desgarrado sino que está preñado de melancolía; no es para escucharlo acompañado sino en solitario; es casi perfecto, pero en absoluto frio; no es pesado sino etéreo; no es bronco sino delicado y elegante”. Qué mejor definición… Y como reflexiona el también buen amigo José María Castaño, “Tomás Pavón logró lo que jamás nadie hizo: poner a todo el mundo del flamenco de acuerdo”, tarea harto difícil en este ambiente.
Cuando lloró en Córdoba
El poeta Pedro Garfias contó la situación que vivió Tomás Pavón en una reunión privada de cante en la que había varios artistas, en Córdoba, allá por los primeros años 40. Debió ser antes de operarse de unos pólipos en las cuerdas vocales, una operación que le tuvo dos años sin poder cantar por prescripción médica. Noche de bullicio de las que desconcentran a cualquiera, y particularmente a él, que no consiguió encontrar el cante en toda la velada. La situación merece ser contada tal como lo escribió Garfias en su libro España, toros y gitanos, porque suscita reflexiones profundas.
“Hubo algún ignorante que al amanecer lo echó de la reunión, quizás pensando que era mala fe o poca voluntad lo que entorpecía su expresión. Silenciosamente nos fuimos tras él, que bajaba llorando la escalera. Nos refirió entonces su situación: su compañera –Mercedes Bermúdez– estaba enferma y sin comida en Sevilla, pues él llevaba varias semanas sin trabajar [1]. Le acompañamos hasta el hotel procurando consolarle y, de paso, adquirimos unos bocadillos y una botella de vino. Ya en el cuarto del hotel se empezó a hablar de los grandes cantaores. Con la charla y la comprensión, el gitano fue alegrándose poco a poco, y como a las cuatro o cinco horas de estar platicando, nos hizo guardar silencio porque quería cantar. Estuvo cantando unas tres horas, desfilando el cante de Triana y Jerez, seguiriyas, soleares, cantes cortos y largos… Cantaba como un poseído. Estos son los momentos milagrosos en los que el cante se presenta desnudo, con esa pureza y autenticidad que solo puede tener el lamento primitivo, cuando a la vez ha sido transfigurado por el arte”.
Aquella Sevilla de principios de siglo
La Sevilla de la segunda década del siglo XX –recordaba Pepe Marchena– cuando había pocos profesionales del cante todavía (El Colorao, Fernando el Herrero, Rafael Pareja, Salvaorillo el compadre de Chacón…), que practicaban un oficio durante el día y por las noches cantaban en las fiestas o reuniones que se terciaran. Tiempos en que una nueva generación de cantaores aún bregaba por ventas y reservaos, o actuando en los pocos cafés cantantes que quedaban; o en el Novedades [2] “cobrando un duro, ocho pesetas las figuras y doce el jefe de todo el flamenco que era Chacón”, recordaba Pepe Marchena. En esa nómina estaban Pepito el Pinto, Manuel Torre, El Carbonerillo, Niño Medina, Marchena y Tomás Pavón. Chacón y Tomás eran los que más pedía el público; para el maestro jerezano, los mejores siempre fueron Manuel Torre, la Niña de los Peines y el propio Tomás. Años de figuras destacadas como Cepero y el Cojo de Málaga, que comenzó a grabar discos de pizarra con fandangos de Alosno y de Huelva. Tiempos en los que se cantaba de todo, pero “lo que más gustaban eran los fandangos, como siempre ha pasado”, ratificaba Marchena.
(Continuará).
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