Fila siete

El terror que no cesa

Si miran la cartelera de Huelva como yo la repaso a la hora de componer estas líneas, comprobarán la proliferación de películas de terror. Nada menos que cinco se proyectan en nuestras salas, capital y provincia. Son Paranormal activity 3, tercera entrega de esta saga en tres años desde que se realizó la primera; La cosa, precuela del film realizado en 1982 por John Carpenter; las españolas Mientras duermes e Intruders, magníficamente apreciadas por la crítica y el público, si me aprietan Contagio, de Steven Soderbergh, que une a su carácter catastrófico un intento contenido de terror colectivo y la recién incorporada Detrás de las paredes, de Jim Sheridan que nos trae de nuevo la maldición de las casas encantadas.

Esta abundancia de films terroríficos demuestra que el género es extraordinariamente comercial puesto que estos títulos figuran en el palmarés de las producciones más taquilleras del momento y ello no es nuevo. Puede haber decaído en alguna época pero de antiguo las historias que causan pavor en el público han disfrutado de un singular predicamento. Recordemos que todo empezó allá por los años treinta y, contra lo que pudiera pensarse no tuvo su origen en Hollywood sino en el cine alemán. De esa iniciativa nos hablaba la historiadora Lotte Eisner: "Con el cine expresionista la flor azul del romanticismo alemán se ha teñido de sangre".

Y es que la estética expresionista, tan influyente en la cinematografía de la época, "cruzaba el Atlántico, como recordaba el genial Terenci Moix, para teñir a otra rosa de apariencias más saludables: la del cine de Hollywood". Si el expresionismo representó la pesadilla colectiva en Alemania, predecesora del nefasto nazismo, al decir de Siegfried Kracauer, en Estados Unidos este estilo de cine se le aplicaba a la funesta Depresión del 29.

Las criaturas literarias fueron las primeras en interesar a los cineastas de la especialidad: el Frankenstein de Mary Shelley que dirigió James Whale, el Drácula de Bram Stoker, del mismo realizador, los espeluznantes relatos de Edgar Alla Poe con la escalofriante La caída de la casa Usher, que en 1928 había adaptado el francés Jean Epstein. Luego vendrían otras horribles invenciones como la Momia o el Hombre Lobo, que ya hemos visto como han reencarnado en figuras más o menos similares en producciones recientes y actuales de las que los jóvenes licántropos de la saga Crepúsculo están en pleno apogeo. Y no faltan remedos al estilo de los freakies de la alucinante La parada de los monstruos (1932), del inefable Tod Browning. Pero estos últimos tienen su expresión más cabal en algunos programas de televisión, los mal llamados aquí reality shows.

Todo lo cual nos demuestra que, al menos, en cine nada hay nuevo bajo el sol, con lo que las películas de terror siguen sosteniéndose por sí mismas apasionando a las nuevas generaciones como entusiasmaron, en el escalofrío y el espanto, a sus tatarabuelos. Y en el fondo, es curioso, se puede advertir entre tantos sobresaltos -quizás ya menos- y gritos incontenibles un trasfondo romántico, poético y de increíble distinción. Quizás por eso los jóvenes, que son los que más frecuentan el cine, como sus más cercanos ancestros sigan dedicándole sus mejores atenciones a ese terror cinematográfico que no cesa.

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