El precio de la codicia

El precio de la codicia
El precio de la codicia

El director de la película Wall Street: El dinero nunca duerme, el conocido oportunista Oliver Stone, que siente especial deferencia por dictadores de la catadura de Fidel Castro y Hugo Chávez, aprovechando el tren de la crisis y las trapisondas financieras de los tiburones de la Meca del dinero que especulan por el candente borde de la actualidad, se sube en él para retomar su visión bancaria de los 80, aquel film convertido en cult movie de los usureros de los 80, Wall Street (1987), y, a propósito de esta sagaz vuelta al ámbito de la ambiciosa economía, afirma: "El capitalismo es tramposo. Adopta formas distintas que no puedes reconocer".

Aún teniendo razón, el análisis de esta película sobre las causas y consecuencias de la quiebra económica, la desregulación de los mercados, la supervivencia a ultranza de los banqueros y sus bancos y la aguda crisis del mundo capitalista, el aparentemente crítico Oliver Stone, podría haber sido más preciso en sus presuntas invectivas y llamar a los responsables por sus nombres y apellidos, es decir identificar, concretar con pelos y señales a los responsables del crack económico de nuestros días.

Y todo para contarnos como un joven agente de patentes que trabaja en la bolsa trata de abrirse camino en el ámbito financiero. Su jefe le traiciona y recurre a Gordon Gekko, el broker sin escrúpulos que acaba de abandonar la prisión. Éste no quiere volver a las andadas, escarmentado de su pasado borrascoso en los negocios de Wall Street, dedicándose a dar conferencias para estudiantes, mientras trama una venganza contra quien considera responsable de su caída, el accionista bancario Bretton James. Pero el joven Jake More es el novio de su hija, Winnie, la joven rica idealista de izquierdas, que ha roto las relaciones con su padre. Gekko piensa que ayudando al joven emprendedor podrá acercarse a ella.

Con su estilo cicatero habitual, Oliver Stone, nos devuelve al estilo amoral apuntado en aquel Wall Street de hace 23 años, pero a esta secuela, igualmente tendenciosa y sesgada, le falta la fuerza que aquella tenía y presenta ciertas carencias dramáticas, sometiéndonos, además, a unas tediosas lecciones de macroeconomía, innecesarias, retóricas y sectarias, sin que los elementos personales y sus relaciones queden convenientemente equilibrados en el proceso narrativo.

El realizador retorna a su tono enfático, pretencioso y fatuo, como ese recurso ridículo de dividir la pantalla o recrearse demasiado en la actuación de los intérpretes, de todos los cuales los más afortunados son precisamente los más veteranos, buenos secundarios como siempre, Frank Langella y Eli Wallach. Una vez más Stone dirige más para la galería, con sus guiños correspondientes y sus alardes trasnochados. Al exigente espectador no le convencen estos embelecos supuestamente críticos. La elección del melodrama familiar para acometer una denuncia moral, parece una trampa saducea demasiado fácil y manida. Entornarlo todo en un relato denso y demasiado largo - su metraje es excesivo - hace más insostenibles sus postulados. Efectivamente el dinero nunca duerme y además es un amante infiel.

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