El placer de leer la Historia
Historia de las Cruzadas | Crítica
Alianza reedita la fascinante ‘Historia de las Cruzadas’, de Steven Runciman, obra de un conocimiento abrumador que se disfruta ante todo por la lírica y el drama que el autor imprime a su narración
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La ficha
Historia de las cruzadas. Steven Runciman. Traducción de Germán Bleiber. Alianza, 2025. 1082 páginas. 47,45 euros
Abrir un libro de Historia de los que se estilan hoy es darse de bruces con una antipática serie de porcentajes, perderse en estadísticas y promedios, desesperarse ante detalles minuciosos que impiden la visión del bosque y no digamos ya la fragancia o el misterio. Pero tampoco hace falta remontarse a Heródoto o Livio para encontrar a otro tipo de artesanos que componían su libro de crónicas animados de un espíritu distinto: el del narrador de cuentos, el poeta épico, el moralista, el trágico, aquel en quien, todavía, más que un listado de cifras y de presuntas disculpas económicas o sociales, la historia es una variante de la fábula. A dicha estirpe, que gozosamente cuenta con, entre otros, Gibbon o Chateaubriand, cuyos mamotretos se dejan leer aún con abrumada alegría, pertenece también sir Steven Runciman. Por si no queda ya suficientemente patente a partir de su legado, Runciman confesó en una entrevista al también medievalista Jonathan Riley-Smith: “Yo no soy historiador, sino autor de literatura”.
El personaje de Runciman, el individuo sorprendente que Runciman fue, amenaza con opacar la magnitud de su trabajo
La Historia de las Cruzadas, un clásico inmediato de mediados del siglo pasado que ahora reedita Alianza en un único y delicioso volumen de papel biblia, es una de esas obras de historia total que el lector visitará no con el fin mercenario de pergeñar un artículo para una revista, militar en un congreso o ascender en el escalafón del departamento de turno, sino por el puro placer de leer. No es de extrañar que ya desde su aparición le llovieran críticas por todos lados, que le acusaban de visión sesgada, falta de exactitud y exceso de ambición, aunque el conocimiento que muestra de las fuentes, hasta en media docena de idiomas vivos y muertos, es apabullante, y su radiografía de las motivaciones y los mecanismos históricos, más que plausible. Lo que siempre ha despertado la inquina de los especialistas, y más en nuestros días, es que Runciman es un excelente escritor. Negándose deliberadamente al aluvión de datos, fechas o personajes, presenta una narración de los hechos donde, amén del análisis, importan la lírica y el drama, y que ofrece un cuadro de este momento cenital de la historia de Europa (el primer encuentro con el Oriente) de tal colorido y viveza que, todavía, sigue siendo el más visitado y preferido por la imaginación de quienes lo estudian. Es fácil entender por qué: desde las primeras páginas, Runciman nos conduce con un aliento de auténtico fabulador de las luchas intestinas entre los príncipes musulmanes que entonces controlaban Tierra Santa (imposible no mencionar la excelente Las Cruzadas vistas por los árabes, de Maalouf) a la predicación del papa Urbano II, que dio inicio a las primeras peregrinaciones masivas, y de ahí a la primera cruzada de Juan el Ermitaño y las ciudades saqueadas y el fanatismo y los desiertos y la pompa bizantina y el cerco de Antioquía y los castillos y los alcázares de los califas y las justas y el canibalismo y la teología y un etcétera tan larguísimo que la memoria, exhausta y agradecida, desiste de seguir el recuento.
Por cierto que, frente a semejante portento, se vienen a las mientes otras obras de otros hombres monumentales cuyas vidas casi hacen sombra a lo que escribieron. Igual que en el caso de T. E. Lawrence, el personaje de Runciman, el individuo sorprendente que Runciman fue, amenaza con opacar la magnitud de su trabajo. Vizconde, alumno de Eton y Cambridge, amigo personal de Orwell, ocultista y homosexual, casi figurante en una novela de Evelyn Waugh, Runciman leía griego a los siete años y llegó, durante una carrera que le condujo a ejercer como profesor de Arte e Historia Bizantina en la Universidad de Estambul, a dominar indiferentemente el ruso, el árabe, el hebreo, el persa, el siríaco y el armenio, entre otras lenguas menos serviciales para sus estudios. Lo de la universidad no debe mover a malentendidos: tras heredar la ingente fortuna de su abuelo materno, barón y constructor de barcos, se dedicó a vivir de la renta y a viajar por el mundo sin compromisos, académicos, laborales, familiares o de otro tipo, sólo interesado en la redacción de sus libros: que, de un modo bastante elocuente, suelen tener como centro ese imperio deslumbrante y estéril de los mosaicos, Bizancio.
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