Cultura

Tus muertos (con perdón), una filosofía artística y funeraria

La transición octubre-noviembre no puede ser más triste. Da igual, como este año, que el calendario te regale una hora y un día más de fiesta. En el día 1 de noviembre se respeta a los santos, nuestros muertos. Honra, dolor, amor. Una jornada para la rendición y el recuerdo vivo, íntimo. Entrañable. Aunque la muerte sea un fin que es principio, un estado de felicidad para el cristianismo, con todos mis respetos, prefiero celebrar otros recuerdos, otras emociones, y todo el año tener presente, dentro, a los que se fueron.

Invertir en muertos puede ser una gran ocasión, y buen reclamo turístico. El pasado sábado, uno de nuestros fotógrafos abría la crónica con una hermosa imagen de nuestro cementerio y de las nuevas instalaciones para depositar cenizas. A lo largo de mi vida, que ya está más próxima a la de Todos los Santos, aunque no me lo merezca, he visto preciosos cementerios: San Fernando de Sevilla, Staglieno de Génova, Highgate en Londres, Pere Lachaise o Montparnasse en París o, impresionante, el de los ingleses de Tharsis. Arte y filosofía.

El omnipresente Ocib, el otoño que nos da luz gracias a la cultura que programa la Fundación Caja Rural del Sur, nos vuelve a ofrecer un Altar de los Muertos mexicano en la Casa Colón. Sinceramente, no somos conscientes de esta labor. Como tampoco lo somos de conocerla, pues no era mucho el público que había durante estos días de amor al muerto.

En el país mesoamericano la muerte es un estado de exaltación, un culto ancestral que rememora su eterna presencia en la vida. Su expresionismo plástico, de una riqueza extraordinaria, no es casual. Al culto por el más allá de las culturas precolombinas, se le sumó con gran habilidad el culto por el más acá de la religión triunfante de los conquistadores. Por mi y por ti, un poco más de las dos para ser más de una.

La muerte, por mucho que nos duela, es para ellos, como para tantos, un gran advenimiento. Se le espera, y se le recuerda, con comida, música, flores y baile que componen un hermoso altar, como los antiguos cúes, a modo de arcos adoratorios de la resurrección, y las calles se inundan de comparsas y procesiones, una experiencia maravillosa del teatro/danza de la muerte en vida, o viceversa. Sin duda, una performance que nace con el hombre. Es una fiesta, de recogimiento interior y también dispuesta para el que la visita. Para ello, muchas familias, y en Oaxaca o San Luis de Potosí es toda una religión de religiones, se crea, como grandes Fallas o grandes Cruces de Mayo (arte efímero), un festival de color donde lo sagrado y lo pagano conviven en vida como en muerte. Todo un espectáculo que en Casa Colón hemos tenido la oportunidad de disfrutar.

Y ustedes se preguntarán ¿por qué he titulado Tus muertos (con perdón), una filosofía artística funeraria a este artículo? Muy sencillo. El domingo, como el lunes de precepto, fui a la Casa Colón a ver el Altar de los Muertos. Tres veces cerrada las instalaciones. Seguramente me equivoqué de hora. Al final, lunes noche, cuarto intento, una chica majísima, con una mirada profunda de ultratumba, me enseñaba el Altar, sin que nadie me molestara, ante mis súplicas. Qué culpa tienen los muertos…

Pero hay más. El domingo estrenaba unas maravillosas botitas de corte boxeador, marrones con lazada beige, provecho de la ¿última? quiebra de un comercio familiar y tradicional de Huelva, esa especie en extinción en manos de los halloween de las franquicias gallegas y, sobre todo, de los chinos que no entienden de hora ni de crisis.

Como les contaba. Iba comodísima a la par que estiladísima con mis botitas nuevas. Seguro que todas y todos se fijarían en mi tras mi paso por las calles-islas-peatonales del centro. Dicho y hecho. Todos y todas, compañeros y compañeras, se fijaron en mí. Las botitas, monísimas ellas, me hicieron besar el suelo más de una vez por culpa de ese firme maravilloso que ilumina nuestras calles. Dos gotas, las caídas el viernes y el sábado aún presentes en ese aquaplaning con acumulador de energía pluvial, fueron suficientes para caer de bruces.

Perdón por el improperio, pero me acordé de todos los muertos (sin especificar). No era culpa del precio pagado por mis estupendas botitas, sino por cómo me las puse y cómo llegué a la Casa Colón: agarrada a las esquinas para no caerme. Y eso que la noche anterior no rendí visita a mi querido Johnny Walker.

La escena me recordó a una ¿divertida? excursión a la playa de los Muertos, en Almería. El lugar, maravilloso. Si bajar era tortuoso, no les cuento la subida. Cargada de dos niños, sombrilla, bolsas, nintendos, rastrillo, pala, cubo, toallas, estera, bronceador, nevera, pamela y silla. Mientras tanto, mi marido, con paradas estudiadas, mirando la fantasía desnuda que alimenta el mundo de los vivos. Lo malo es que hasta tenía razón. La genética argumenta, pero el gimnasio y el ácido hialurónico también obran milagros. Y una… Cuando pude alcanzar la cota máxima, me acordé de los muertos de aquél que le puso nombre a la playa, de aquél, orgasmo de paisajista ecólogo, que no trazó unas escaleras en condiciones para el acceso y de aquellas, odiosas a todas luces, que dibujaban la arena de piedra con sus curvas de ensueño.

En definitiva, por una cuestión u otra, siempre tenemos presente a los muertos. Recordarlos como nos lo presenta la Casa Colón es todo un lujo que deberíamos conocer. Bromas a parte, el Altar de los Muertos de México no sólo es una filosofía artística funeraria, también, en toda regla, una filosofía de la vida, que es desde el principio un camino hacia la muerte.

A quien pueda interesar. Para evitar tantas caídas, sería conveniente poner arcos adoratorios en las entradas y salidas de cada calle peatonal. Dos funciones. Reclamo turístico y previsión sanitaria. O funeraria. México nos sigue aportando.

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