Javier Cercas: “Bergoglio fue muchos hombres, pero nadie es una sola persona”

El autor relata el viaje por Mongolia junto al papa Francisco en ‘El loco de Dios en el fin del mundo’, una obra en la que un narrador que perdió la fe se adentra en la Iglesia y se pregunta por la vida eterna

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Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), fotografiado el pasado mayo en una visita a Sevilla.
Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), fotografiado el pasado mayo en una visita a Sevilla. / José Ángel García

“El hombre se llamaba Lorenzo Fazzini, se presentó como responsable de la Libreria Editrice Vaticana (LEV), la editorial de la Santa Sede, y me soltó a bocajarro que el papa Francisco viajaba a finales de agosto a Mongolia y que en el Vaticano habían pensado en mí para que escribiera un libro sobre el viaje, sobre el papa, sobre la Iglesia, sobre el Vaticano, sobre lo que yo quisiera”. En El loco de Dios en el fin del mundo (Random House), Javier Cercas acepta el encargo más inesperado de su vida, la posibilidad de retratar al papa Francisco, para armar un libro en el que se hermanan la emoción y el pensamiento y en el que su autor se pregunta por “el mayor enigma de nuestra civilización”, esa promesa de “la resurrección de la carne, la vida eterna”. Una novela sin ficción que es también el sentido homenaje de un hombre descreído a una madre que encontraba el consuelo en la fe.

Pregunta.–Junto al papa Francisco, su madre tiene un papel importante en este libro.

Respuesta.–La palabra amor, que está tan gastada, quizás sea escasa para definir lo que uno siente por su madre. Cuando a mí me hacen esa propuesta inédita, y digo inédita porque antes no se la habían hecho nunca a nadie, antes que nada pienso en ella. Era profundamente creyente, como tantas madres de nuestra generación, y en algún momento del libro se dice que, comparada con la fe de mi madre, la del Papa era más bien dubitativa. Después de morir mi padre, ella estaba convencida de que se reencontraría con él, pero eso no era una extravagancia de mi madre, sino exactamente lo que dice el cristianismo.

P.–De modo que cuando le ofrecieron este libro supo que aprovecharía la oportunidad para preguntarle al Papa...

R.–Teníamos a un loco sin Dios, yo, que como tantos de nosotros fue educado en el cristianismo y perdió la fe, y ese loco sin Dios iba a ver a Francisco, que se puso ese nombre por Francisco de Asís, quien se llamaba a sí mismo el loco de Dios. El Papa era la persona más autorizada para la respuesta que yo estaba buscando, y mi intención era llevar esa respuesta a mi madre. Como todos los libros, y como todos los libros que me importan del Quijote para acá, este se puede leer como una novela policial, porque en todas las obras hay un enigma y alguien que intenta descifrarlo. Pero en este caso estamos delante del enigma fundamental del cristianismo, y en consecuencia de nuestra civilización: la resurrección de la carne y la vida eterna.

“La pedagogía está muy bien en las escuelas, pero no tiene sentido en la literatura”

P.–En el libro recuerda que le han acusado de “blanquear”, entre otros, a “falangistas cínicos o creyentes, asesinos en masa, traidores heroicos, impostores desmesurados”. Sentía reparos por mostrar ahora una cara amable y tal vez irreal de la Iglesia.

R.–Bueno, en realidad esa afirmación tenía algo de broma.

P.–Pero encierra una idea interesante: que la literatura consiste en intentar comprender al otro, ponerse en su lugar.

R.–Hombre, claro. Y eso ahora a veces no se entiende porque la gente confunde la literatura con la pedagogía, y la pedagogía está muy bien, pero en las escuelas. Yo me reía de eso. A Shakespeare le dirían que blanqueaba a Ricardo III, que era un monstruo; o a Macbeth, que tampoco era un santo. La literatura, desde que existe, ha intentado entender qué nos pasa. Entender no significa justificar, entender te da herramientas para ir por el mundo. Si tú quieres juzgar a la Iglesia, no hace falta que leas nada. Pero si quieres entender tienes que esforzarte un poco más [ríe].

P.–Usted leyó muchísimo antes del viaje. Más de un cardenal se sorprendió de lo que sabía.

R.–En realidad yo me he pasado la vida leyendo cosas para este libro. A Nietzsche, por ejemplo, lo devoraba siendo adolescente. Quise informarme sobre los asuntos que hoy debate la Iglesia, pero la mayor preparación para este libro fue quitarme los prejuicios. Intentar llegar con los ojos limpios al Vaticano, el centro de la Iglesia, una institución tan metida en nuestras vidas y sobre la que creemos saberlo todo, alrededor de la cual circulan leyendas desde hace 2.000 años. Procuraba entender quién es ese señor que manda en este tinglado, quiénes están al lado de este hombre, cuáles son los problemas que les preocupan, y para ello tenía que mirar a los ojos, preguntar, averiguar cosas. Iba con esa actitud, y todo lo que encontré fueron sorpresas. A menudo, los prejuicios nos impiden ver la realidad.

“La mayor preparación que hice para el libro fue librarme de los prejuicios sobre el Vaticano”

P.–Un diario colombiano definió a Francisco como “argentino, pero modesto”. Más allá de la broma, Jorge Mario Bergoglio era un hombre contradictorio, lleno de aristas.

R.–Totalmente, no se parece en nada a la visión plana y edulcorada que presentaban los medios de comunicación. Es una figura con muchas sombras y muchas luces. Alguien que ha sido muchos hombres a lo largo de su vida, como lo somos todos. Esto de que somos uno es falso: somos muchos durante el tiempo que vivimos. He estado en varios países latinoamericanos con el libro, y en la visita a Buenos Aires todos estaban perplejos, incluidos los que conocieron a Bergoglio. Cuando este hombre aparece por primera vez en la Basílica de San Pedro sonriendo, una sonrisa espectacular, los argentinos se preguntan quién es ese tipo. Si buscas fotos de Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires, verás que efectivamente nunca sonríe, parece cabreado de tan serio que está. Se lo preguntaron a un sacerdote, le dijeron: ‘Oiga, ¿cómo es que está este hombre sonriendo, si con nosotros nunca sonreía?’. Y la respuesta del sacerdote fue genial: ‘Eso es el Espíritu Santo’. [ríe]

P.–La Iglesia española no era muy partidaria de las medidas que defendía Francisco.

R.–Y no era la única. Francisco ha sido un Papa muy disruptivo, ha provocado una división en la Iglesia. Una parte de ella vio con temor y rechazo algunas de sus propuestas. Para mí lo esencial del papado de Francisco es que intentó volver al cristianismo primitivo, pero esa revolución no es suya, la intenta la Iglesia desde el Vaticano. Francisco retoma la idea de que hay que abandonar la pompa, que no pueden andar del lado de los poderosos. Y lo curioso es que todo el mundo se sorprende: ‘Qué raro, un Papa preocupado por los pobres’. ¡Lo raro eran los Papas preocupados por los ricos! Eso distaba del mensaje de Cristo... Y este hombre ha querido volver a eso, una reforma de la que habrá conseguido, no sé, digamos, un 5%, muy poco.

P.–Los misioneros que usted conoció en Mongolia sí encarnan ese espíritu... Usted expresa su admiración por ellos.

R.–Es que es imposible no sentir admiración, y envidia, por esta gente. Los misioneros encarnan lo mejor de la Iglesia, la Iglesia de Cristo, que tiene que ver muy poquito con lo que hemos conocido. Cristo era un tipo subversivo, peligroso, un revolucionario de verdad. Estaba rodeado de indeseables, de gente que no tenía dónde caerse muerta, de prostitutas. Tiene mucho mérito renunciar a tus ambiciones de dinero, de ser reconocido, e irte al fin del mundo donde nadie sabe qué es el cristianismo, donde se habla una lengua rarísima que cuesta años aprender. Esta gente no va a evangelizar, va a echar una mano y a apoyar a los pobres, a las mujeres maltratadas, a los alcohólicos. Para mí, esta gente es rock and roll.

“La Iglesia usa un lenguaje viejo, oxidado. ¿Quién demonios sabe lo que es sinodalidad?”

P.–Volviendo a un terreno más personal, usted dejó de creer tras la lectura de San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno.

R.–Yo entonces estaba desolado por un amor perdido, y todo se me tambaleaba, y encontré en la literatura una especie de sucedáneo de la fe. Fui a buscar a los 14 años en la literatura las certezas, las seguridades, que me proporcionaba la religión. Eso era un error, claro, porque la auténtica literatura proporciona más dudas y más incertidumbre. Pero cuando lo descubrí ya era demasiado tarde, para entonces ya estaba enganchado a los libros y vislumbraba la posibilidad remotísima de llegar a ser escritor.

P.–Opina que la Iglesia “tiene un problema de lenguaje”.

R.–¿Quién demonios sabe qué es la sinodalidad, una de las palabras más importantes del último papado? La Iglesia recurre a un lenguaje viejo, oxidado, sin energía ni humor. El sentido del humor es lo más serio que tenemos, eso nos lo enseñó Cervantes a los españoles, aunque los españoles seamos tontos y lo hayamos olvidado. Ese lenguaje fosilizado es uno de los motivos de la pérdida de fieles: la Iglesia ya no es atractiva, tú no la asocias con pasártelo bien.

P.–¿León XIV seguirá el camino abierto por Francisco?

R.–Todo indica que sí, pero va a intentar hacerlo con más moderación, de una forma más clásica. En sus discursos León XIV insiste en la idea de unión, quizás reconociendo que ha habido una división interna, pero ese cónclave relativamente rápido parece indicar que la jerarquía de la Iglesia apoyaba a Francisco más de lo que creímos.

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