Por el folclore a la música nacional
Historias del Fandango
Capítulo 4: Las censuras musicales de los Borbones se relajaron durante el reinado de Isabel II y los cantos regionales tomaron gran protagonismo, entre ellos la jota y todo lo que aportaba Andalucía en bailes, cantos y modas
En las primeras décadas del reinado de Isabel II ganaron presencia las músicas, cantos y bailes regionales. El folclore español alcanzó claro protagonismo frente a las músicas extranjeras, en un movimiento que sería la base de la restauración de la música nacional de mediados del siglo XIX.
Con la muerte de Fernando VII, desapareció la censura de facto que su régimen había impuesto desde 1808 a la música procedente del romanticismo europeo y a toda la que no fuera italiana o francesa. La oleada de liberación que esto supuso llegó también a la popular, que comenzó a explorar nuevos públicos dentro y fuera del país. Dos parejas de boleros reconocidos (las señoras Dabiñón y Serral y los hermanos Camprubí) [1] se marcharon a Paris a probar fortuna con las alegres danzas nacionales, entre ellas el bolero, la cachucha, el zapateado y el fandango. Los asistentes al espectáculo en la Academia Real se quedaron fascinados con lo que vieron y les hicieron repetir, entusiasmados. ¡Las castañuelas, oh là là! La crotalogía invadió los conciertos y las academias parisinas en los años 30.
La guerra carlista
Pero la sucesión al trono provocó una nueva guerra que se extendió desde 1833 a 1840. La de los carlistas causó estragos en la sociedad española, con gran número de muertos, gran destrucción de viviendas, talas indiscriminadas de bosques y exterminio de ganado, amén de un tremendo endeudamiento que afectó desde las arcas del Estado hasta los ayuntamientos. Pongamos el foco, por ejemplo, en San Sebastián, donde se embarcó un batallón de soldados en el vapor Isabel II. La joven reina española, una niña de seis años, y su prima la francesa María Amelia que la acompaña asisten al acto. Que no pare la música al zarpar [2]
Lo andaluz se pone de moda
Durante el verano, en la capital del reino se disfrutaba de las verbenas al aire libre. Músicos y danzantes con guitarras y gaitas animaban el ambiente. Diversión popular en la que no era raro encontrar a aristócratas mezclados con la juventud matritense en los bailes callejeros [4].
Por estos años, en la sociedad española se estaban poniendo de moda los cantos y bailes regionales, que coexistían produciendo una atractiva variedad; la diversión popular se tornaba escaparate de músicas autóctonas, en el que tomaba protagonismo la amplia gama de las andaluzas [5]
¡Que viva la jota!
Escritores franceses se mostraban sorprendidos de que la reina de España incluyera en los bailes de palacio al bolero y al fandango. Pero es que también en su país triunfaban nuestros bailes: en Burdeos, una compañía de danzas españolas se llevaba con la jota todos los aplausos en 1838. La razón era sencilla: los aragoneses representaban un espectáculo en el que los trajes, el baile, la música…, todo era auténtico. La jota era, por su fuerza expresiva y su puesta en escena, la música popular de la media España del norte; en Madrid, escaparate de síntesis de todo lo nacional, avanzada la década de los años treinta, ahora se bailaba menos el fandango. Pero lo andaluz siempre tuvo atractivos inmanentes como la gracia natural de una bailarina seductora, la andaluza Manuela que cautivaba al público [6].
La redención del fandango
Hay una estampa pintoresca y vistosa que revela aspectos interesantes sobre la evolución y el aprecio experimentados por el fandango. Si lo veníamos viendo durante décadas como un espectáculo circense, asociado a lo barriobajero y lo inmoral, no cabe duda de que, alcanzando la década de los años cuarenta del siglo XIX, este baile fue desprendiéndose de la obscenidad y la insolencia que le estigmatizaron en tiempos anteriores, hasta ser considerado como el baile más representativo del país, exhibido en los acontecimientos lúdicos de la corte y con influencias, al parecer, hasta en alguna demostración festiva de la iglesia, como los Seises de la catedral de Sevilla [7].
El diario La Alhambra describía un ambiente cotidiano andaluz en el que la gente corriente bebía, algunos se emborrachaban en las tabernas, los solteros participaban en los bailes de candil, de castañuelas y alegría y, en general, todos disfrutaban del baile y del cante, porque –y aquí está el detalle- el fandango, tradicionalmente música de baile, aquí se baila y se canta. Comienza a ser habitual que el fandango se cante. Cien castañuelas… [9].
Los hiperbólicos viajeros románticos
Entre los viajeros románticos europeos que visitaron nuestro país durante los siglos XVII, XVIII y XIX los hubo respetuosos que describieron con mesura las costumbres, paisajes y paisanajes españoles, y los hubo que fabularon sobre una imagen prejuiciosa que no se correspondía con la realidad de nuestro pueblo. Presenciar “una corrida de toros en la que murieron catorce hombres y cincuenta caballos…., de la olla podrida y las múltiples variaciones del fandango y la mantilla.., describiendo las dimensiones de la navaja que las señoras escondían en la liga para defenderse.., de un pueblo que no hace más que cantar y dormir”…, como escribió alguno de ellos, fueron tópicos y maledicencias. Esa deformidad del país que querían ver, ya está en el “Viaje por España” de Joseph Townsend, en 1787 [10].
(Continuará)
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