Un éxito forjado en la templaza


Entusiasma ver la influencia que ejerce el cine en el extenso campo de la cultura. Con su mensaje de rescatar lo mejor de la condición humana, Los chicos del coro, de Christophe Barratier, pone a la música por bandera (Bruno Coulais, el compositor); de ahí que sea la propia música lo que alimente también un espíritu que reúne a personas de todas las edades. Esto reconforta por partida doble durante los días de Navidad. Y Huelva, no queriendo faltar a la cita, ocupó tres cuartos del Palacio de Congresos de la Casa Colón para escuchar a los protagonistas de dicha película: los Cantorcillos de San Marcos, una agrupación coral de niños entre nueve y quince años que se asienta en Lion y que se fundara en 1986. Nuestra ciudad tiene un grato recuerdo de este coro por su visita en 2012, que se ha repetido este año en la festividad de los Santos Inocentes.
Los chicos del coro representa muy bien la escuela francesa, distinguida y sutil en su expresión, que huye de la sonoridad desmesurada y de aparatosas grandilocuencias. A este grupo le basta un susurro para dar vida a ese canto profundo que llega directamente al corazón desvelándose aquello que no se puede expresar con palabras; a la clara melodía se añade otra contrastante para luego definir una bonita textura. Sin embargo, hay notas agudas desafinadas y las participaciones solistas son de una fragilidad que en ocasiones hace a la voz inaudible. Lucimiento en la noche del domingo fue un Avemaría sentimental muy pegadizo con intervenciones parciales cuya armonía recordaba las películas antiguas. El Ave verum corpus era una obra muy rica en ritmo y que llevó la dinámica hasta un forte bien controlado. Dentro de la primera parte se escuchó una pieza de corte clásico matizada gustosamente que nos trasladó a los ambientes más selectos. Navidades blancas, preludio a la serie de villancicos que vino después, como Noche de paz: obras cantadas con suma delicia según distintas técnicas de imitación.
Pero un coro de niños ofrece siempre la irrepetible experiencia de disfrutar con hechos ingenuos que apartan de las manidas convenciones. En este sentido, la música de Sonrisas y lágrimas nos hizo vivir la inconfundible dicción francesa, por la que el do sonaba dou, el re rei y el si ti, discurso subrayado con parlati a modo de secuencias encantadoras. Muy característica la cuarta obra de la segunda parte, cuya parrafada inicial sugería el Lejano Oeste. Genial el Adeste fideles, en el que el texto latino se empapaba de un aura gala que se realzó con el inserto de otro villancico evocado fugazmente. Un tema en inglés, para la primera parte, parecía una recreación del Avemaría de Bach-Gounod y no dejábamos de pensar en ese estilo a caballo del Romanticismo y el Impresionismo a la escucha de un Padrenuestro cuyo Amén parecía campanas.
La intervención del pianista fue modélica al arropar con matices que coloreaban el timbre coral. Como ejemplos, un Avemaría de trazos sinuosos, la penúltima pieza de la segunda parte (cuyo ritmo contagiaba), una compacta armonización para una obra en francés de final mantenido largamente y una apacible segunda propina.
No entendemos por qué para un concierto tan esperado no se había preparado un programa de mano. Hay obras de las que merece la pena guardar constancia para buscar luego en la amplia oferta discográfica.
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