LA COCINA | CRÍTICA
Cuando el ego creativo se inflama
Cultura
Ya se sabe que, según el dicho, haberlas, haylas. Muy pronto, como cada Halloween, las decoraciones domésticas y las fiestas callejeras volverán a reivindicar a las brujas como arquetipos sensacionales del mundo de la fantasía y el terror. Más allá del folklore, sin embargo, la historia nos ha legado desde el siglo XV un reguero de juicios por brujería, a instancias de las más diversas autoridades, en los que miles de personas, en su mayoría mujeres, fueron condenadas a penas de prisión o muerte. Es decir, a lo largo de tanto tiempo, en muy distintos territorios, tribunales constituidos por personajes honorables admitieron que la brujería entrañaba una práctica real y un peligro para sus sociedades. Pero el fenómeno no representa, ni mucho menos, una cuestión remota: la Ley de Brujería aprobada en el Reino Unido en 1735 se mantuvo vigente hasta 1944, cuando, en plena Segunda Guerra Mundial, los jueces condenaron a nueve meses de prisión a la ciudadana escocesa Helen Duncan, una conocida médium, por revelación de secretos relativos al hundimiento de un acorazado británico en la contienda, del que Duncan tuvo noticias a través de un marinero fallecido que se le apareció en una sesión de espiritismo (el navío en cuestión se fue a pique y 861 tripulantes perdieron la vida). ¿Qué hay detrás, entonces, del reconocimiento público de la brujería y sus consecuencias, por lo general trágicas? El asunto ha generado una bibliografía abundante en las últimas décadas, pero nadie había ido tan lejos como la escritora británica Marion Gibson, profesora en la Universidad de Exeter, quien ofrece una reveladora perspectiva histórica y cultural a la cuestión en su ensayo Brujería. Una historia en trece juicios, que acaba de publicar en España la editorial Siruela con la traducción de Victoria León.
En su libro, Gibson introduce una sensible variación del punto de vista: no se trata tanto de dilucidar la veracidad de las acusaciones con las que las brujas han sido llevadas a juicio, sino de considerar quién denuncia a las brujas y por qué. Así, Brujería examina a fondo el desarrollo de trece juicios realizados entre 1485 y 2018 (entre ellos, el de la citada Helen Duncan) y analiza, a la manera de la mejor crónica periodística, los motivos que condujeron a estas mujeres (y algunos varones) a los tribunales. En los primeros casos, por ejemplo, el señalamiento de las brujas estaba asociado al creciente interés por la demonología en Europa. La brujería se asociaba al culto al diablo, fenómeno que suscitaba atracción notable entre distintos representantes de la Iglesia, como el fraile alsaciano Heinrich Kramer, que, con tal de demostrar sus tesis demonológicas, impulsó en 1485 una farsa de juicio en Innsbruck que acabó con la vida de siete mujeres. Lo que en realidad pretendía Kramer, tal y como relata Gibson, era validar las tesis católicas frente a la presión reformista (que había conocido de primera mano en Alsacia) sobre la posibilidad de la posesión demoníaca, que el luteranismo negaba. Es decir, detrás de la acusación de brujería había una opción de ganar terreno en la mayor guerra ideológica de Europa. En el lado protestante, otro gran interesado en la demonología fue el rey Jacobo VI de Escocia, quien ascendió al trono inglés como Jacobo I en 1603 (con la consiguiente unión de ambos reinos) tras impulsar de manera entusiasta el juicio que acabó con la vida de cinco muchachas en el enclave escocés de North Berwick entre 1590 y 1591 (no es baladí que la primera obra que decidió estrenar William Shakespeare para el nuevo rey de Inglaterra fuese Macbeth). Tan ferviente resultó el empeño del monarca que obligó al jurado a cambiar su veredicto cuando se decretó la inocencia de una de las cinco jóvenes, finalmente ajusticiada.
Pero la clave demonológica no tardó en cumplir su función de cortina de humo para otros motivos menos trascendentes. En el juicio de Vardø en Noruega (1620) y el conocido proceso de la localidad estadounidense de Salem (1692) la cuestión racial fue determinante, en el primer caso para respaldar la expansiva política colonial en el Norte de Europa frente a los asentamientos indígenas y, en el segundo, para convertir a una joven esclava antillana llamada Tituba en el perfecto chivo expiatorio (tal y como narraba la novelista Maryse Condé en su novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem). En el caso de Joan Wright, reconocida como la primera bruja de Estados Unidos (todavía en el siglo XVII), el recelo social en una sociedad colonial marcada a fuego por el escrúpulo ideológica hacía posible que “una mujer que acudiera a una casa a pedir unas manzanas y expresara algún gesto de desagrado al recibirlas fuera acusada de brujería si tenía la mala suerte de que en la casa cayera alguna desgracia poco después”. Tampoco la Ilustración, como cuenta Marion Gibson, fulminó la cuestión en el siglo XVIII muy a pesar de sus afanes instructivos, como demostró la condena a la presunta bruja Marie-Catherine Cadière en Francia. Para entonces, en cada caso de brujería llevado a juicio se abría el debate moral sobre lo que resultaba sexualmente aceptable o no, principalmente en el caso de las mujeres, aunque el teólogo británico Montague Summers fue llevado a juicio a comienzos del siglo XX tanto por su inclinación a estudiar los fenómenos diabólicos como por su condición de homosexual (evitó la prisión, aunque fue expulsado de la Iglesia Anglicana). El último juicio analizado por Gibson es el de Stormy Daniels, la actriz porno que demandó a Donald Trump en 2018 y sobre la que también han recaído acusaciones de relación con la magia negra.
En este viaje a lo largo de varios siglos, Gibson demuestra que es posible acusar verosímilmente de brujería a “mujeres, personas acusadas de transgresión sexual, personas pobres en términos relativos o absolutos, personas indígenas percibidas en conflicto con un régimen colonial, personas discapacitadas, personas que afirman poseer algún conocimiento poder no autorizado y personas percibidas como políticamente subversivas”. La bruja es, al fin, la diferencia que excita al miedo. Tanto tiempo después, todavía.
También te puede interesar
Lo último