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Cuando fuimos desobedientes

  • El periodista y crítico cultural Jordi Costa examina en un ensayo la contracultura española, desde su loco arranque en Sevilla hasta su calculada desactivación por el poder a partir de 1982

El grupo teatral Esperpento durante una representación de 'Antígona'.

El grupo teatral Esperpento durante una representación de 'Antígona'. / carlos ortega/ archvo cdaea

"La historia de la contracultura en España es el fracaso de una revolución utópica que acabó siendo absorbida por el mismo enemigo que nació para combatir; sólo que ese enemigo había cambiado de forma y pasó de la sotana y atavío militar a la pana (social)demócrata", asegura Jordi Costa (Barcelona, 1966) en el ensayo Cómo acabar con la contracultura, editado por Taurus. El libro viene a ponerle luz al tifón del underground que surfeó España alrededor de la década de los 70. Lo que sale de ahí es una guía de hechos e interpretaciones sobre unos años disparatados que fueron el paraíso abierto de unos pocos, acaso su venganza preventiva contra tanta derrota.

Porque, entonces, era como si el mundo estuviese por hacer. O por destruir del todo para levantarlo íntegramente de nuevo. Y una generación al completo preguntándose cosas a la vez activó una pequeña república de músicos, poetas, bailarines, periodistas, fotógrafos, directores de cine, artistas y tropa de muy varia lección al cobijo de galpones y discotecas, de bares que vivían sin salidas a la calle, de sed de catacumba y alucinógenos. Fueron los años que sucedieron a los pactos con los Estados Unidos y a la firma del concordato con la Santa Sede. En fin, una juventud impulsada desde los márgenes encabezó esta expedición con aroma internacional.

Pero, ¿qué fue, en realidad, la contracultura? Jordi Costa adivina en esta corriente "un disperso conjunto de fenómenos hermanados por un mismo impulso de transformación utópica que se manifestó en los últimos años de dictadura franquista para, al margen de los rigores programáticos de la ortodoxa resistencia política, esbozar e imaginar unas posibilidades de futuro que los primeros años de democracia irían frustrando de forma progresiva, hasta que el triunfo en las urnas del PSOE (y su consiguiente política cultural) les diese su definitiva estocada mediante la instrumentalización, explotación y degradación de su capital de seducción".

Y aunque hubo gentes de toda mar y toda tierra concretando su porqué y su vivísimo sentido al sinsentido, Sevilla fue, sin duda, uno de los primeros centros de alto rendimiento del underground español. "El brote de la contracultura necesita de un terreno fértil que, en su forma ideal, debería adoptar la forma de un cruce de caminos. En eso se convertirá la finca Espartero, adquirida por Donn Phoren con el dinero ahorrado en su trabajo como contable en la base militar de Morón de la Frontera", argumenta el periodista y crítico cultural, quien liga el renacido interés por este movimiento cultural al cuestionamiento del relato heroico de la Transición.

Pero ese mapa de la rebeldía sevillana tiene en Cómo acabar con la contracultura otras muchas geografías. Por ejemplo, la Glorieta de los Lotos del Parque de María Luisa, "uno de los puntos de reunión de los jóvenes contraculturales". Los conciertos de Salta la tapia -con el lema Entrada libre. Salida también- en el psiquiátrico de Miraflores. El club Dom Gonzalo, en Los Remedios. Una representación de la versión de Brecht de la Antígona de Sófocles a cargo de la compañía Esperpento. La ocupación de viviendas vacías en el centro de la ciudad. Los Smash. Silvio. Julio Matito y el Manifiesto de lo Borde: "Sólo puede corromperse uno por el palo de la belleza", decía.

También, claro, una versión ibérica de la estética camp, acaso más visceral e intuitiva que en su formulación original estadounidense, pero que seguía esa estrategia de reasignación de significados de los objetos culturales a través del exceso, el artificio, el amaneramiento y la afectación. "A los hombres no nos dejaban jugar con muñecas y, en Andalucía, muchos maricones se resarcían de esas prohibiciones dedicándose en exclusiva a vestir y adornar vírgenes", confiesa Nazario -otro de los grandes protagonistas de la contracultura, hoy un superviviente- en La vida cotidiana del dibujante underground (2016), su primer tomo de memorias.

Y, frente a esa contracultura integradora, otra excluyente: la Iglesia de El Palmar, que marcaría sus propias zonas de exclusión: las herejías de una herejía, en conclusión. "La Iglesia palmariana se fundaría -sostiene Costa- sobre el anhelo de la recuperación de un tiempo eterno, asociada a la demonización de todo signo de transformación coetáneo al nacimiento de su culto: militares socialistas y comunistas, curas obreros y la familia real española entrarían, de este modo, en el mismo saco de excomulgados, junto con todos los espectadores de la película Jesucristo Superstar, que se proyectaría en nuestro país tan solo diez meses antes de la muerte del generalísimo".

El periodista -quien ya avanzó los contenidos de su ensayo en la edición de 2016 del curso Transformaciones que dirige el profesor Juan Bosco Díaz-Urmeneta- propone la película Vivir en Sevilla (1978) de Gonzalo García-Pelayo a modo de piedra de ámbar que aún conservaría en su interior las esencias del underground sevillano: desafiliación, extravío, improductividad, desafección y pecado. "Acaso el único modo de conciliar algunos elementos del espíritu contracultural con un reconocimiento masivo pase de modo necesario por reformular las viejas insumisiones bajo el prisma de la picaresca", apunta sobre la posterior inmersión del realizador en el mundo del juego.

Bien por contagio, bien por maduración, el underground saltó a otros puntos de la periferia del país: Barcelona, Valencia, Ibiza, Formentera… hasta recalar en Madrid, donde se domesticó con el nombre de la Movida. "La disolución de la contracultura no fue más que un daño colateral en un proceso más amplio que acabó degradando el poderoso significado de muchos de los conceptos utópicos que se esgrimieron en los márgenes de la agonía del franquismo; un proceso que acabaría construyendo el presente espejismo democrático sobre los pilares (inestables) del consenso, la reconciliación y el olvido", concluye.

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