Jordi Costa. periodista y crítico cultural

"La contracultura fue un imprevisto del franquismo"

  • El autor, uno de los invitados más destacados de la edición del Bookstock, regresa a las librerías con nueva obra, 'Cómo acabar con la contracultura', editada por Taurus

El crítico y guionista de cómic barcelonés Jordi Costa.

El crítico y guionista de cómic barcelonés Jordi Costa. / d.c.

El periodista y crítico cultural Jordi Costa (Barcelona, 1966) habla del tirón, duda poco, cuestiona mucho y maneja un registro de ideas que tienen algo de desafío. Acaba de ponerle luz al underground español en el ensayo Cómo acabar con la contracultura. Una historia subterránea de España (Taurus), donde es posible descubrir al joven que se plantó en la fiesta cuando acababan de quitar la música y apagar las luces. Él es una de las estrellas invitadas al Bookstock, la apuesta literaria del Cicus para el fin de semana.

-En el principio de la contracultura española está Sevilla.

Todo lo caótico de la contracultura era mal visto por quienes se oponían desde la política al franquismo"La contracultura sobrevive porque el enemigo sigue ahí. Antes era la tecnocracia, hoy es el neoliberalismo"

-En Sevilla se dieron unas circunstancias bastante curiosas. De hecho, la irrupción del espíritu contracultural en España fue una especie de imprevisto dentro de la política aperturista del franquismo. Como hecho clave, la instalación de las bases americanas en Rota y en Morón de la Frontera y la creación en torno a ellas de una especie de mercadillo, de lugar de socialización y de intercambio entre los soldados y los lugareños. Por allí se introducen los primeros discos de rock psicodélico en España, pero también drogas como el hachís o la marihuana. En ese caldo de cultivo surgen los Smash, pero también Gonzalo García-Pelayo y Nazario, entre otros.

-En su libro también incluye a la iglesia de El Palmar como fenómeno contracultural. ¿Por qué lo hace?

-Me gusta pensar que El Palmar de Troya es una contracultura "del lado oscuro". Así, los fundadores viven su homosexualidad de forma clandestina y la catedral que construyen es una especie de sublimación camp. Si la contracultura es un proyecto utópico que mira al futuro, la contracultura de El Palmar mira hacia el pasado. Ellos buscan restituir una Iglesia anterior al Concilio Vaticano II y plantean un santoral que parece un cuadro pop: Don Pelayo, El Cid, José Antonio y, tras su muerte, Franco. Para colmo, excomulgan al rey Juan Carlos y a todos los espectadores de Jesucristo Superstar.

-Plantea usted una tesis poco explorada: la desafección del underground por la política. Habitualmente, es todo lo contrario: se cree que la contracultura luchó contra la dictadura.

-Al principio, los efectivos contraculturales y la oposición política parecen caminar juntos: Franco es el enemigo común. Pero la contracultura no coincide con la militancia ortodoxa. De hecho, Pau Malvido da cuenta en sus crónicas de las represalias del PSUC contra los afiliados que consumían drogas o participaban en orgías... Todo lo que había de caótico y de desordenado, no programático dentro de la contracultura, era subestimado y mal visto por quienes se oponían al franquismo desde las líneas políticas más ortodoxas. Como ejemplo, la performance de Ocaña, Camilo y Nazario en las Jornadas Libertarias del Parque Güell (1977) fue reprendida por los miembros más políticos que pretendían encauzar esa energía con la tradición libertaria catalana.

-¿Tuvo el underground algo de sentido de clase?

-La contracultura fue un fenómeno de aluvión, donde confluyen varias direcciones y procedencias. Entre los hippies, por ejemplo, hay algunos de buena familia que pueden volver a casa y otros de clase obrera que lo van a pasar mal. La historieta underground, por ejemplo, se fija muchísimo en el lumpen, algo que marcará mucho la identidad de la contracultura española. Los dibujantes miran los modelos de Robert Crumb y Gilbert Shelton, pero se dan cuentan pronto de que tienen un mundo muy lírico que reflejar. Por ejemplo, Nazario registra la ciudad invisible de la comunidad homosexual: tipos, rituales, lugares de encuentro... Por muy lúdicas que parezcan sus historias, próximas quizá al folletín, conservan hoy un valor testimonial y documental increíble.

-¿Fue la Transición lo peor que le pudo pasar a la contracultura?

-No, pero fue uno de los factores que contribuyeron a la posible muerte de la contracultura, que también es un concepto a debatir. Su impulso, acaso, sigue vivo hoy en algunas ideas que a veces aceleran y vuelven a estar presentes en el discurso público, como ha ocurrido con el feminismo.

-Usted vincula los nuevos estudios surgidos en torno al underground con el cuestionamiento del "relato heroico de la Transición".

-Hace ya tiempo que ensayistas e historiadores ponen en duda la Transición, sobre todo porque, al basarse en el concepto de la tabula rasa, dejó muchas heridas abiertas que todavía colean. Si hubiera sido modélica, hoy no estaríamos, por ejemplo, hablando sobre los restos de Franco en el Valle de los Caídos. En esa cultura del consenso, el underground se queda al margen: se convierte en ese elemento molesto, pulsional y descontrolado que, quizás, no sirve para construir esa nueva realidad democrática.

-Pero esa "desactivación" de la contracultura, usted la fija como un proceso consciente, intencionado, del poder. Vamos, no se trató de "una muerte natural".

-No sé si se trató de algo programado, pero sí temprano. Los hechos ocurridos en torno al disco ¡Salud! PSOE son muy indicativos al respecto: la concienciación política de Julio Matito, uno de los fundadores de Smash, es más extrema que la de Felipe González, más pragmático. Este ejemplo anticipa, de algún modo, lo que va a ocurrir con la contracultura: sobrevivirá en la medida en que se pueda convertir en mercancía.

-¿Tienen en ese sentido alguna responsabilidad los artistas en la muerte de la contracultura?

-Nunca hay que reprender a quien intenta llevar el pan a casa. Por ejemplo, Ceesepe, fallecido hace poco, renegaba de su producción contracultural porque el mercado del arte no llegaba a reconocerle como pintor justo por ese pasado de historietista cuando, en mi opinión, lo merecía sobradamente.

-A la hora de juzgar esa salida de la contracultura es usted duro con algunos de sus protagonistas. Boadella o Gonzalo García-Pelayo, por ejemplo.

-A Gonzalo García-Pelayo lo quiero muchísimo. Él es valioso en el origen y como superviviente: no hay película de él que no me parezca valiosa. Eso sí, discrepamos sobre el tema catalán. Boadella es otra historia, un caso más transparente. De repente, alguien perseguido por la justicia y capaz de generar un movimiento importante a favor de la libertad de expresión acaba de presidente de Tabarnia rodeado de amistades inquietantes. Él puede reivindicar que sigue siendo un agente provocador, que se opone a un poder que pretende imponer a una parte de la sociedad catalana unos planes que no comparte, pero está rodeado por los tipos que antes lo perseguían.

-¿Qué queda hoy de la contracultura?

-De alguna manera, la contracultura sobrevive porque el enemigo sigue ahí. Theodore Roszak, el inventor del término, lo identificaba como la tecnocracia; hoy lo podemos llamar neoliberalismo, pero prácticamente es lo mismo. Todavía hay posibilidades de ganar espacios de libertad creativa, de libertad productiva, en un panorama de precariedad económica casi sistémica para el arte.

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