Con la cabeza perdida

Rumor de fondo

Ya sea como manifestación del caos o como alternativa a un mundo corrupto, la locura es un recurso clave en los clásicos de la literatura: a ella debemos no pocos personajes inolvidables

O ellos o nosotros: siglos de tinta y sangre

El conde de Gloucester y el Pobre Tom, en una producción de 'El rey Lear' a cargo de la Royal Shakespeare Company estrenada en 2016.
El conde de Gloucester y el Pobre Tom, en una producción de 'El rey Lear' a cargo de la Royal Shakespeare Company estrenada en 2016. / Ellie Kurttz
Pablo Bujalance

25 de julio 2025 - 07:03

En la Antigüedad, la locura es un tema recurrente en la tragedia y en la comedia. Para los grandes trágicos griegos, el desmoronamiento que sigue a la revelación cruel del destino, excitante de la catarsis pública, se da no solo a un nivel moral y político, también racional. En Edipo Rey, Sófocles hace seguir al hallazgo de la verdad por parte del hijo de Yocasta justo antes de que se arranque los ojos (“Todo se ha aclarado ahora. ¡Oh luz, pudiera yo verte por última vez en este instante!”) el desahucio de la cordura y de su misma condición humana: “¿A qué rincón de la Tierra me iré así, desgraciado? ¿Dónde mi voz podrá llegar? ¡Ay!, destino mío, ¿dónde me has hundido?” El mismo delirio conduce a Yocasta a quitarse la vida, pero hay que esperar al latino Séneca para que la reina exprese su determinación con más vehemencia: “¿Por qué, alma mía, te paralizas? ¿Por qué, cómplice de sus crímenes, rehúsas pagar el castigo? Trastocada por ti, incestuosa, toda la dignidad de las leyes humanas ha perecido. […]. ¿Clavaré en mi pecho esta espada o la hundiré hasta el fondo en mi garganta desnuda? No sabes elegir dónde herir: por aquí, mano, ataca por aquí este útero fecundo que llevó a un marido y a unos hijos”.

En la comedia, heredera del komos dionisíaco, el caos se manifiesta en la inversión de los roles, en un mundo puesto patas arriba. Así, Aristófanes recurre a la locura para hacer pasar a los mandatarios como incapaces y a los sabios como idiotas. En Las nubes, Sócrates, por su empeño en parecer más listo que nadie y en pontificar a la primera de cambio, se presenta como un chiflado abocado a la burla: preguntado por Querefonte si los mosquitos cantan “por la boca o por el ojete”, el filósofo deduce que el intestino del mosquito es estrecho, “por lo que, a través de él, el aire se encamina derecho al ojete y, después, quedando un hueco tras esa angostura, el culo resuena por la fuerza de la ventosidad”.

El humanismo se abraza a la locura como opción preferible cuando es el propio mundo el que pierde la cordura

A lo largo de la Edad Media, la locura prevalece como signo de extravagancia, de rechazo a las normas y de resistencia a la salvación del alma que procura la Iglesia. Pero el humanismo se abraza a la locura como opción preferible cuando es el propio mundo el que pierde la cordura. En el Elogio de la locura de Erasmo, la misma estulticia toma la palabra: “No hay […] relación ni sociedad que pueda ser jovial ni estable sin mi intervención”. De este modo, no tardará Cervantes en alumbrar al personaje más rico, complejo y humano de la historia de la literatura desde la misma premisa, como búsqueda de sentido en un mundo distinto cuando el mundo diario ha parecido perderlo: “Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso […], se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda […]. Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello”. En Rabelais, el uso de expresiones latinas en el discurso es síntoma de chaladura, como cuando Maese Pichote le pide a Gargantúa sus campanas (Shakespeare le copiará después el recurso para el Holofernes de Trabajos de amor perdidos): “Si nos la devolvéis atendiendo a mi solicitud, ganaré seis palmos de salchichas y un buen par de calzas, que les vendrán muy bien a mis piernas […]. Et vir sapiens non abborrebit eam” (“Y el varón sabio no las despreciará”).

Por su calidad vertebral, la locura merece en Shakespeare una mención aparte. Hamlet decide renunciar a la razón tras el encuentro con el fantasma de su padre (“Sí, de la tabla del recuerdo borraré toda anotación ligera y trivial”), con lo que su locura es fingida, calculada. Ofrecida como un espejo de honestidad, Ofelia sí pierde la cordura hasta practicar el suicidio que un Hamlet supersticioso y beato rehúye. Solo Ofelia, por tanto, ya en su último aliento, puede brindar la respuesta a la cuestión que Hamlet plantea como definitiva: “Sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser”. No obstante, es en El rey Lear donde asistimos a un mundo abocado por completo a la locura. El conde de Gloucester, quien, al igual que Edipo, ha tenido que perder sus ojos para empezar a ver, afirma mientras es guiado hacia los acantilados de Dover por el Pobre Tom (su propio hijo Edgar, para él secreto): “La plaga de estos tiempos: los locos guían a los ciegos”.

Y en la cima del Romanticismo, el Zarathustra de Nietzsche devuelve a la locura su calidad dionisíaca para cerrar el círculo: “El hombre es una cuerda tendida sobre un abismo. […]. Yo amo a quienes no saben vivir sino para desaparecer, para anularse, pues esos son los que pasan más allá”.

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