Cultura

El beso de Robert Doisneau

Un estandarte de la fotografía. Un canto al amor. Sin embargo, este beso tan hermoso en una no menos hermosa ciudad, París, el mayor escenario vivo de la teatralidad romántica, es un posado, es parte de una estrategia para destacar aún más que París más que una misa vale un beso eterno.

Françoise Bornet y Jacques Carteaud, dos jóvenes estudiantes de arte dramático, eran novios, allá por 1950, cuando el fotógrafo de America's Life y Vogue, entre otras publicaciones, Robert Doisneau, les hizo la oferta. Objetivo: exaltar el amor en la ciudad de la luz y la pasión. El marco elegido, insuperable: París en el Hôtel de Ville. El ojo que todo lo ve del fotógrafo, un francotirador insaciable, apostado pretendidamente ocioso en la terraza de un café, descubre una pareja que se besa. Salvo una mujer que parece sorprenderse, todos siguen el ritmo de una ciudad que empieza a desperezarse tras años de guerra. Vuelve la alegría de vivir. El Ayuntamiento envuelto en brumas, la rapidez de lo cotidiano y el guiño a la inmediatez que supone la espalda de un cliente del café, ponen la guinda al beso fortuito más visto, apreciado y vendido de la historia de la fotografía.

El amor, en París, es parte del decorado. El amor con este beso escenificado por Doisneau santifica una ciudad que atesora todos los argumentos para ser bella, para ser primera entre todas. Por mucho que otras ciudades con patrimonio o leyendas realicen las más agresivas campañas de promoción, jamás igualará a aquella que la literatura, el cine o la fotografía ha consagrado como la ciudad del amor. Y Doisneau contribuyó con su posado a que ninguna por los siglos osara en arrebatárselo. Este beso es París en sí mismo.

Al pasear por la exposición del Rectorado y ver de nuevo el beso de los besos, me he acordado de otros, en la pintura y la escultura de los siglos XIX, fundamentalmente, y de los primeros años del XX, que han tallado pasiones pero no le despojan la propiedad a Doisneau. A lo largo de la historia del arte, con pudor o descaro, con candor o lascivia, el beso ha sido un tema recurrente. El que más se le parece, la postura académica y la pretendida inmediatez no engañan, es el del italiano Francisco Hayez, pintor romántico que tuvo la pericia de hacer frente con color y calor al imperio de la frialdad neoclásica. El beso de Hayez sólo cuenta con la mirada del pintor. No existen más testigos. Una esquina, rincón abonado al abrazo, un alto en el camino antes de subir por unas escaleras, es el mejor de los momentos, quizá el único, para sellar el amor en un beso clandestino que se ha de eternizar hasta la muerte. Romanticismo en estado latente. Otro beso -¿quién no tuvo el póster colgado con chinchetas en las paredes del piso de estudiantes?- es el de Gustav Klimt. Pese a la riqueza cromática, la armonía de la composición y la lujuria decadentista almidonada en el manto que cubre a la pareja, Doisneau bebió más de Hayez que del austriaco, robando para París la exaltación de Roma, Venecia y Viena.

La escultura ha dejado otros besos con fortuna. El menos conocido es el del noruego Stephan Sinding, de abrazo voluptuoso, que guarda coincidencias con el simbolismo de toques vaporosos, casi impresionistas, de Rodin, uno de los momentos más íntimos y apasionados dejado por el hombre en la piedra inacabada. Ahora bien, si me pidieran un beso, sólo uno, y que fuera mío, de todos me quedaría con el de Brâncusi. Un hombre y una mujer prisioneros en un bloque compacto. La atmósfera es el amor contenido en un abrazo. Todo es beso, todo es amor. De la geometría inalterable del cariño fundido, sólo se escapa un beso para declarar todo la pasión que el arte de vanguardia ahorra sobre la simplificación del gesto. Ahí no hay posado. Ahí resta la pura expresión del arte con amor y para el amor.

En estos días se habla de la legalidad de las fotos amañadas. Doisneau, es cierto, engañó, pactó con los modelos lo fortuito de la escena, para dar a entender que París es amor. Tenemos que diferenciar entre la fotografía realidad/testimonio y la fotografía compuesta. Ambas pueden llegar a la categoría de arte, pero la inmediatez real de unas no debe de minusvalorar la preparación de las otras, y viceversa. Doisneau, en su engaño, simuló para ensalzar una ciudad, si bien es cierto que el beso le abrió tantas puertas que el artista quedó eclipsado por su propio beso por siempre. La historia sitúa a la verdad en su sitio. Pese a ello, su beso y su obra, extraordinarias.

El fotógrafo abulense José Luis Rodríguez gana el premio Veolia Environnement Wildlife Photographer 2009. Un lobo salta una cerca en busca de su manjar. Maravillosa. Laboriosidad científica. El momento exacto. Velocidad congelada. El lobo sanguinario, en la boca del objetivo. La fotografía, impecable. La verdad, trucada. El galardón le ha sido retirado. El animal no era hijo de la libertad sino adiestrado. Un actor más, como Jacques y Françoise. Aquí, la falsedad puede hacer un daño irremediable a una trayectoria también extraordinaria.

Aunque lejos del centro, acuda a la sala de exposiciones del Rectorado, unas instalaciones magníficas que la UHU tiene en Cantero Cuadrado. Allí no sólo verá El beso. Se podrá enamorar de más fotografías, de más instantáneas que nos han acompañado en el recuerdo y en la felicidad.

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