Cultura

Tierno como un corderito

  • La Cúpula publica 'La cara más dulce de R. Crumb', colección de adorables, reconfortantes y amorosas estampas dibujadas

En su irregular estudio -el adjetivo dudoso también me ha pasado por la mente, pero lo he acabado descartando- La contracultura a través de los tiempos: De Abraham al Acid-House, un iluminado Ken Goffman afirmaba que la contracultura es mayormente el motor de la historia, la fuente de la que emana casi todo lo guay en el mundo ha habido, el culmen de la diversidad, la mayor cantera de innovaciones artísticas y culturales de la que se tiene noticia y, claro está, la necesaria conciencia crítica por la que -Dios mediante- advendrá un individualismo sano y deseable, que es lo diametralmente opuesto a esa cosa chunga que se llama autoritarismo.

El natural buen rollo y empatía del contracultural con la esencia universal, así como el atinado uso de determinadas sustancias y el disfrute continuado de instrumentos tales como la música rock, el sexo en multitud o la larga y profunda charla entre almas sensibles forman parte del bagaje positivo descrito por Goffman, y ante tal caudal de información útil no puede uno dejar de preguntarse dónde está la comuna más próxima y cuándo sale para allá el próximo tren, se sea o no contracultural. Ignoro si, como afirma el autor, la genealogía de la contracultura se remonta como mínimo hasta Abraham o si el mito de Prometeo era poco menos que una consigna entre los hippies grecolatinos, aunque lo cierto es que me huele todo a dislate propio del mismísimo Timothy Leary, quien, por cierto, regresa de la tumba para firmar el prólogo del libro de Goffman y anima el asunto desde el más allá, seguramente stoned.

Si me preguntan a mí por la contracultura, que he fumado menos, follado menos y charlado, larga y profundamente, menos que los antes citados, lo más probable es que les recite -con Roszak, el padre del término- que suele caracterizarse por su opinión de que la cultura contemporánea está abocada al suicidio social y planetario, que cree en el cambio, en el caos, como mayor -cuando no única- constante histórica, que suele promulgar un inmediatismo rotundo y la libertad propia como valor paradójicamente absoluto y que se rodea de un misticismo de dudosa reputación, que acarrea costumbres asociadas al éxtasis.

Pero si vuelven a preguntarme, con ganas sinceras de escucharme, a mí que me he leído cuanto tebeo ha caído en mis manos desde que vine al mundo, antes o después acabaré contándoles la verdad. Que la contracultura es esa cosa que hace Robert Crumb, el tío más grande que ha parido madre. Ahí tienen, por ejemplo, La cara más dulce de Crumb, esta "colección de adorables, reconfortantes y amorosas estampas dibujadas" que ahora nos regala La Cúpula y que, en palabras de su autor, "no le harán al lector sentirse amenazado en ningún sentido, y que lo llevarán a un estado de calidez, arrebujamiento y mimo para con el artista y la vida en general". El libro es tan hermoso, tan sensual, tan elegante, tan personal y su lectura resulta tan edificante, que le entran a uno ganas de tomar por los cuernos esta cultura hedonista, ansiosa e hipermoderna y estrellarla contra el suelo. De volverse, definitiva y permanentemente, ahora sí, un contracultural.

l crashcomics.blogspot.com

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