ARTE por María Pérez Mateo

Romero de la Rosa, rosae

  • Hasta el próximo 25 de enero tenemos la oportunidad de acudir al Museo de Huelva para contemplar la exposición de pintura titulada 'El tiempo experimentado'

Atrás, en los rincones de la indefensión estudiantil adolescente, queda esta declinación. Si mal no recuerdo… rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa. Creo. Es decir, nominativo, vocativo, acusativo, genitivo, dativo y ablativo. O, para entendernos, una serie ordenada de formas distintas que adopta una palabra, Rosa Rosae, en función de los casos en que se usa.

El Museo de Huelva, cada día mejor, ha abierto las puertas a la exposición El tiempo experimentado, del pintor Juan Romero de la Rosa. Ha abierto las puertas pero, en verdad, debió abrir de par en par sus muros setenteros, pues no recuerdo una muestra donde no se ofrezca café, puros, canapés y negociaciones protocolarias, con tantísima gente. Y tan entregada. Para aplaudir y no parar. Emotivo. Significativo. Manifiesto. Como tanto me gusta decir, ¡que cunda! Que cunda este ejemplo en una Huelva necesitada de pellizcos para sentirse. Para creerse que está viva, que puede ser. Que puede llegar. Aunque no la dejemos. Convencida estoy de que un día no muy lejano los que se lanzan piedras para fastidiarse y procurarse vitaliciamente puestos y bolsillos electos, dejaran de hacer el ganso (la hiena o la rata) y trabajarán juntos por una Huelva sana. Es fácil. Todo está en hacerlo. En estar unidos. Juntos. Así de sencillo.

La exposición corresponde al ciclo de fomento cultural que el Puerto de Huelva y la refinería Cepsa emprendieron hace ya años y, para que cunda el ejemplo, con notorio éxito, no sólo por quiénes exponen, sino por el catálogo-libro que se edita, inusual por su cuerpo y su investigación por estas tierras. A los que duden de quienes han expuesto, citar a Seisdedos, Castro Crespo, Pulido, Belmonte o José María Franco es más que sentenciar que hablamos de algo serio, de algo que no huele a precipitación y taquicardias políticas de última hora pre-electoralistas.

No miento si digo que poco, o casi nada, conocía de Romero de la Rosa, pero a fuerza de ser sincera he de confesar que me he quedado sorprendida. Muy sorprendida. Con altibajos sonoros en su evolución estilística y técnica, en algunos casos chirriantes como esos encuentros aduaneros con la poética realista sevillana que de tan exquisita se insulta, que de tan mística se precipita al vacío de la falsedad macarena, discurre entre las tres salas del museo series de una calidad indudable. Tres series. Marismas, Retablo vegetal o Los boliches de Vulcano son para estudiar. Para admirar. Voy a más. Si penetramos en esas tres series, insisto, magníficas, caigo en seguida que toda creación no es más que la creación de otros, de los que te preceden como de los que te suceden. En Vulcano y Retablo es manifiesto, aunque se aferra a un temperamento que considero personal y casi prototípico, pero en Marismas, pese a las referencias inevitables, subyace un algo que hace de Romero de la Rosa una perfecta declinación de intenciones, una soberbia demostración plástica, poética y amatoria ordenada de formas distintas que adopta una palabra pintada, me quedo en exclusiva con la de pintar por amor a lo que se representa, en función de los casos (visiones, fusiones, diálogos) en que se usa.

Cuando desconoces en su totalidad, como en su complejidad, una obra como la que intentamos juzgar, conocerla es ilusionarse, es penetrar en un universo nuevo. Vulcano es una derivación cromática defendida en la justeza del conocimiento natural, manual y plástico del hacedor. Templo, con mucho de Vulcano, a la que con toda probabilidad adelanta en el tiempo y en la investigación, supone la confirmación de que no hay mejor camino para crear que aquél que te invita a buscar lo que hay dentro de ti. Marismas es una sinfonía deliciosa de silencios, de místicas sacudidas cromáticas donde el cielo y la tierra se funden para decirnos que la única verdad es la que emana del corazón de un hombre sin complejos; que toda apropiación de espacios y de conocimientos arrancan de un tronco único, el del amor a la naturaleza, al hombre y al estudio sin medida.

Marismas es planicie, no molicie. Es horizonte. Es paz. Es tierra. Amor. Vida. Es Doñana. Naturaleza virgen. Como virgen los ojos que la miran. Invisibles al hombre. Visibles al corazón. Vulcano (la esfericidad de la tierra a través de la línea de horizonte) y Templo (el horizonte vertical que se abre en deambulatorio para componer el altar) son también Doñana. Pero en estas dos imágenes aparecen confabulados hombre y naturaleza. El hombre como conservador amante de su microuniverso, que es su naturaleza, y ésta por proporcionarle el tótem sempiterno, consagrado y espiritual, una especie de religión animista y cuasi fálica, que es el pino, una excusa verde e inhiesta que le da protección, sustento. El fuego de los boliches, otra vez el pino, otra vez el agua, siempre el horizonte infinito de la tierra marismeña, configura color. Color estacional. Color de vida. De nacer y de morir. De generaciones. Las tres series están conectadas. Sin la primera jamás se hubiera construido la tercera, ni la segunda. Son derivaciones de formas que acaban en declinación de la palabra amor a la naturaleza a través de un pincel que sin ser exquisito está dotado de la mejor de las armas: sensibilidad. Pura sensibilidad. Pura entrega.

Hasta el 25 de enero tenemos la oportunidad de acudir al museo. Si leen estas letras dedicadas a Romero de la Rosa y su exposición El tiempo experimentado, le aconsejo que no las retengan. Ni para el bien ni el mal. En el museo, en dos de sus salas de su primera planta, la de abajo me ha dejado indiferente, y hasta cobarde, como dijera Gerardo Diego, tienes la oportunidad de conocer la naturaleza en soledad, tan pura que se respira, sin haber jamás penetrado en el corazón ni el alma de Doñana.

Con Rosa rosae comenzamos en la juventud a declinar la tortuosa relación con el latín. Con esta exposición de Juan Romero de la Rosa, declinará (que no es rechazar ni decaer, sino inclinarse y enunciar) la pintura que encierra su paisaje. No lo dude, la paz interior en Navidad está en el Museo. Y en tiempos convulsos y confusos como los presentes, un poco de paz es mucha vida.

Juan Romero de la Rosa, rosae, una declinación consencuente.

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