Cultura

La Roma de Alberti

  • El exilio de un poeta se convierte en la crónica más realista de la vida y peripecias de los trasteverinos

Roma es eterna. La ciudad de los sueños, los deseos y la inspiración, que se transforma sin perder la esencia del tiempo y la historia. Pero no es ésta la Roma de la que Alberti habla en su libro. Roma, peligro para caminantes es un compendio de comicidad explosiva, gatos, ratas, basuras y meadas. El poeta hizo un retrato de su vida desde la capital de Roma, el ilustrísimo barrio del Trastevere. Un realismo que heredó de un poeta romano al que tanto admiraba, Gioachino Belli, y al que dedicó sus X sonetos iniciales del libro en estilo belliano. Una Roma vista desde abajo, una inmersión en un mundo donde descubre las microhistorias.

En 1963 vivía junto a su primera mujer, María Teresa León, en una casa de Via Monserrato 20, la misma donde había vivido previamente San Ignacio de Loyola. Con el dinero del Premio Lenin por la Paz, Alberti compró un palacete en Via Garibaldi 88, que se convirtió en un auténtico santuario y meta de peregrinos antifranquistas. El propio poeta bromeaba diciendo que los españoles iban a Roma para ver al Papa o a verle a él. Siempre tuvo un gran sentido del humor; por qué Picasso podía tener 35 mujeres, solía decir, y él no podía tener dos. Lo que pocos saben es que compró una buhardilla en una esquina trasteverina llamada Vicolo del Bologna donde se pasaba días escribiendo y pintando. Ésta fue, por excelencia, su etapa de pintor, debido a las evidentes barreras idiomáticas, que le obligaron a vivir de sus lienzos hasta que encontró a un traductor, Vittorio Bodini. La pintura le granjeó grandes amistades, como la que le unió al pintor Carlo Quattrucci, que trabajaba codo con codo con él en los estudios para pintores de Via del Riari. Con él se pasaba horas delante de la barra del bar Settimiano, enfrente de su casa de Garibaldi. Allí también se reunía con el pintor argentino Alejandro Kokochinski. Este último le regaló su primer encuentro con uno de los grandes amores de su vida, la bióloga catalana Beatriz Amposta, que por entonces se encontraba trabajando en Roma con una beca de estudios.

Uno de los frutos de los seis años de amor con Beatriz fue un libro, Amor en vilo, aún inédito y en posesión de la bióloga. Escribió el manuscrito sin que se percatara nadie escondiéndolo en las suelas de sus zapatos. Juntos aprendían el uno del otro. Beatriz, fotógrafa, y Rafael, pintor, se inmortalizaban el uno al otro. Alberti solía decir que las únicas fotografías de sí mismo que le complacían eran las firmadas por ella.

No era extraño ver a Alberti sentado en uno de los bancos de la iglesia de Santa María en el Trastevere, a donde acudía para escribir ya que era uno de los lugares más frescos y silenciosos de la ciudad. Su casa de Garibaldi, su estudio de Vicolo del Bologna y su bar Settimiano constituyeron la rutina del poeta, pero la esencia residía en sus largas caminatas por Trastevere a medianoche, cuando ya sólo había gatos y más gatos, ratas y más ratas. Uno de sus poemas se lo dedicó a uno de los gatos de su querida Beatriz, Kavir, que custodiaba sus manuscritos protegiéndolos de las ratas que entraban en la casa. Aún se ve paseando por Trastevere a Beatriz Amposta con sus carritos, yendo y viniendo de puesto en puesto, y su característica larga trenza en el pelo.

Alberti era un apasionado de los animales. De hecho, acogió a un perro, llamado Chico, que encontró en la puerta de su casa de Garibaldi una noche de primavera. Fue nombrado en 1998 ciudadano de honor de Roma; acudió al acto con una camisa rosa fucsia que desencadenó no pocos comentarios en España. Pocos saben que una noche hubo un atentado en la única librería española de Italia, en Piazza Navona, por mostrar en el escaparate fotos y documentos de Alberti. No hubo heridos pero destruyó parte de la librería.

De sus poemas se desprenden las miserias y desechos de la ciudad, que conviven con las muestras de su pasado esplendor. Roma, lugar de la soledad, de la ausencia de amor, el espacio donde la muerte acecha. Roma se aparece al caminante como un enorme mingitorio al que todo ser vivo va a vaciar sus aguas, pero las heces no se refieren a la decadencia, sino al vitalismo que mueve a hombres y animales a comer, amar, defecar, en un intento absoluto de afirmar la propia vida.

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