Crítica Arte

Robert Capa y Gerda Taro

  • El Museo de Huelva presenta una muestra dedicada a ambos fotoperiodistas

Ni la foto del Che, de Korda. Un icono celestial de Jesús Vive que alentó nuestras aventuras revolucionarias extrañamente sazonadas de Baroja y Sender durante nuestra ilusionada juventud. La foto timón, la que nos dio alas de que todo tenía que cambiar, era la del miliciano abatido en Cerro Muriano. En su caída todos perdíamos.

Poníamos las manos para que se levantara, para que tomara aire, y el último tiro fuera la última bala de la discordia de esa maldita España machadiana “que nos ha de helar el corazón”. Esa foto es una herencia. Es España congelada. Un segundo para decidir. Vivir en paz o seguir enfrentándonos hasta la eternidad.

En esa foto no queríamos ser del bando republicano. Menos, es cierto, del otro. Queríamos ser españoles. En paz. Ni rojos ni azules. ¿Lo hemos conseguido? Mientras exista un imbécil que le sea rentable vivir en la pugna, el miliciano seguirá describiendo su caída hasta que sea imposible detenerla.

Robert Capa (nacido en 1913 como Endre Friedman) era para las que queríamos estudiar periodismo el mismo Dios. Él era mi Dios, pero todo dios necesita de una diosa. Y yo quería ser su diosa. Yo era Gerda Taro, fotoperiodista, muerta en Brunete, cerca de Madrid, aplastada por un tanque sin rumbo. Sin bando. La muerte, que no avisa, escrita sin palabras. Era guapa e inteligente. Friedman le enseñó descerrajar tiros de realidad con la cámara, buscando la verdad de los hombres. Entre ambos crearon la leyenda Capa. Esa enseñanza y el ojo de notable fotoperiodista le hicieron más libre. Tanto que la vida hecha muerte los separó para siempre.

Gerda y Robert. Un amor crecido y destruido en España. Un amor, para Endre Fridman, que sólo murió cuando una mina vitminh le arrancó de cuajo sus dos cámaras en 1954. Murió Capa. Murió Fridman. Murieron para siempre Endrer/Robert y Gerda. Nació la leyenda del corresponsal de guerra y el amor no concluido.

La vida de Capa es la historia de veinte años de guerra, de veinte años de felicidad y desgracia humanas. Veinte años en la sinrazón del hombre. En el Museo de Huelva están todos los frentes. De aquí y más allá. Las guerras y los guerreros anónimos. Los hombres y su llanto universal. La paz que es esperanza. La victoria que no es de todos, siempre de unos (que no se acuerdan sino para humillar de los otros). Como dijo John Steinbeck, “captó un mundo y era el mundo de Capa”. Un mundo de leyenda que la realidad laceró. Y la historia eternizó.

Para el premio Nobel norteamericano “Capa sabía lo que debía buscar y qué hacer con ello cuando lo encontraba. Sabía, por ejemplo, que  no se puede fotografíar la guerra, porque es en su mayor parte una emoción. Pero sí que fotografió esa emoción tomando imágenes a su lado. Pudo mostrar el horror de todo un pueblo en la cara de un niño. Su cámara atrapó y retuvo la emoción. La obra de Capa es ella misma la fotografía de un gran corazón  de una contundente compasión. Nadie puede substituirla. Nadie puede substituir a un gran artista, pero somos afortunados de tener en sus fotografías la calidad el hombre”.

En el Museo de Huelva, pese a la constreñida disposición de los cuadros y el escorzo caracol de la sala para meter más obras, pendiente de una cronología y falsa didáctica y no de una bella e inteligible disposición visual, podemos gozar de todo Capa. Muchas de estas obras las pudimos ver, en el mismo Museo, en 1991, pero no por mucho ver dejamos de ver más y mejor la realidad de este fotoperiodista mito.

El miliciano caído es un tótem de la historia. Pero no podemos olvidarnos, son ristras iconos, retinas de nuestras vidas, de la madre e hija mirando el cielo estrellado de aviones de Bilbao; la ilusión de la tierra prometida de Haifa; el soldado norteamericano abatido en sangre en un piso de Leipzig; todo París celebrando la liberación y las ganas de reconquistar el orgullo francés; la altanería mitad condottieri mitad boxeador de barrio de Lindberg; el equilibrio de Gary Cooper con su caña de pescar en Sun Valley; la tensa espera en el refugio londinense de ese matrimonio mayor o la crispación diamantina de Trotski. Y, sobretodo, belleza y armonía, su imponente manifestación de escrutinio psicológico, el triángulo Picasso, Gilot y Vilato. Dios sardónico todopoderoso, belleza efímera para el Dios de los dioses y el sobrino recogedor de frutos caídos.

He dejado para el final otra historia de amor. Capa e Ingrid Bergman, otra diosa, tan sublime que podría ser real. La imperfección perfecta. Heroína. Perdedora. Amante. También quise ser ella. No era periodista. Era tentación. Hermosa como ninguna. Y ese título también se aspira. Pese a ello, pese a su breve relación con la actriz sueca, siempre creeré que el único amor de Robert Capa-Endre Friedman fue Gerda Taro. Era bello ser Ingrid, pero mucho más hermoso ser y morir y amar siempre como Gerda.

Si tiene unos minutos, busque historias en la exposición. La profusión de obras le puede aturdir como bombas racimos. Sin embargo, las hay que por su perfección merecen que exploten en su retina. Conozca a Robert Capa.

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