Cultura

Florencio Aguilera son tres

  • El pintor ayamontino prepara una muestra antológica en varias ciudades.

El director de Huelva Información me envía un catálogo de Florencio Aguilera. Edición de 2007, derroche en tiempos de raquitismo, profuso y denso, limpio y visual, gustoso y colorido, crítico y amistoso. Con él, unas fotografías y una nota: "María, acabo de llegar con un amigo del estudio de Florencio. Está preparando, con motivo de su cincuenta aniversario en el mundo del arte, una exposición antológica donde descubriremos no sólo su obra sino también la de los otros dos componentes de la saga: Rafael, el patriarca, y Chencho, el hijo. Ayamonte, Sevilla, Madrid, Nueva York… y alguna sorpresa más serán las plazas donde podamos contemplarla. Creo que H.I. tiene que hacerse eco ya de este acontecimiento. Lo dejo en tus manos. Salud".

Dispuesta. Y gustosa. Pero, no miento, no sé qué escribir, o no sé cómo empezar para ampliar una obra tan estudiada. He barajado mil títulos y tantos desarrollos. Y 999 he rechazado. Al final, buscando el apetito del cripticismo, me he quedado con Florencio Aguilera son tres para evitar lo que tanto se ha abusado de su pintura y, quizá, el propio artista ha propiciado para instaurar una marca personal (FA) que, a su vez, y deberían de reconocérselo, una insignia que ya es Ayamonte.

Todo un mérito. Una virtud, diría. Y una responsabilidad mantenerla.

Para ser Florencio Aguilera no hacen falta tres, indudablemente. Él, desde bien joven, se ha hecho a si mismo. No ha necesitado clases, ni academias, ni facultades. Pamplinas. Sólo paisaje. Sólo voluntad. Sólo observación. Sólo sensibilidad. Sólo aptitud. Sólo competitividad. Sólo interpretación. Sólo análisis. Sólo síntesis. Sólo construcción. Sólo superación. Sólo valentía. Sólo gestión. Sólo intención. Sólo voluntad. Tan solo Florencio Aguilera. Sólo, que son tres.

Él (FA), urdidor, alquimista, chamán y devoto, cocinero, fraile, restaurador, mantenedor y curator, torero, obispo, marchante, prestidigitador, músico y nadador, listeza natural como pocas, ha creado un mundo donde las leyendas se hacen tangibles, donde las apariencias se transforman realidades, donde lo irreal no es más que la disposición (volunta y talento, voluntad y armonía y voluntad y capacidad) para alcanzar una meta. Su meta. Objetivo cumplido. Superado. Admirable.

Pero para cumplirse Florencio Aguilera, marca FA, sí faltan dos más, que son tres. Esos tres son él, sólo él y con sus circunstancias. Pero con él, labrado a la perfección, que son también tres, el rastro de la leyenda, el rastro de la superación (conquistas) y el rastro de la perpetuidad.

La leyenda, tan injustificada que es de justicia reconocer el mérito de creérsela, se yergue en Joaquín Sorolla, un dios eventual por tierras ayamontinas que años después de su estancia encontró devotos y asentadores, fieles y trileros. La superación (conquistas) es la capacidad de sintetizar de Florencio, de crear una marca. La pincelada anárquica y pretendidamente impresionista de Sorolla se hace en él, tránsito de penitencia que se alimenta de libertad en los quinarios que parten en Cezanne y explotan en algunos expresionistas abstractos norteamericanos.

La superación es un testamento, un documento escrito que nace en 1961 y que se rehace cada día en cada estudio, en cada paisaje habitado o vivido, en cada cuadro. Ese rehacerse casi clonado cada día nos lleva al último estadio, el número 3 donde se cumple FA, el rastro de la perpetuidad, un espacio tan complejo como humano. La perpetuidad es un fin para todo creador. FA lo ha conseguido. Y lo ha conseguido sellando a fuego su obra con el estigma de FA. Lo ha conseguido admirando y auspiciando la obra de su padre. Y lo ha conseguido empujando la obra de su hijo Chencho. La de uno y la de otra tan distante de la él que se tocan, se palpan, se gritan, pues dudo mucho que la luz prima de FA fuera tan sorollesca sin contar con la palabra de Rafael, que decidió acercarse a luz solar a través de la ingenuidad de la mirada que es nostalgia. Y dudo también que la expresión contenida de Chencho no se haya fraguado de la pincelada luenga, rica, divertida, jugosa, libre y espontánea de su padre. Tres. Solo tres. Rafael, Florencio y Chencho. Tres. Florencio Aguilera.

Ayamonte, Sevilla, Madrid y Nueva York van a tener la fortuna de contemplar la obra de un patriarca denominado Rafael Aguilera y de una promesa que responde como Chencho. La admiración, una vez más, estará al lado de la obra de FA. De él han dicho "que no es sólo un colorista de toques a menudos salpicados, sino también un luminista que salpica la luz" (C. Areán); "un expresionismo lírico, más cuidado que desgarrado, más sensual que dramático, más delicado que vigoroso" (M. Antolín); "no trata de plantear reflexiones pausadas de carácter mental, sino sencillas y elementales traslaciones de la vida" (García-Osuna); "impresionista y expresionista porque capta el instante, fija el tiempo, y sabe poner en la superficie el impulso de los adentros" (Pérez Guerra); "artista fuera de contexto" (I. de la Torre); "peculiar y originalísimo temperamento" (E. Valdivieso).

Pero seguro que usted, lector, cuando vea y sienta sus abstracciones de realidades, sus impresiones expresivas, será capaz de ver y sentir más allá en su obra. Estamos impacientes.

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