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ESTÉTICA Y ASCETISMO

  • 'El gran libro del dandismo', editado por Mardulce, recopila textos de Balzac, Baudelaire y Barbey d'Aurevilly para facilitar las claves de un fenómeno que hoy, tal vez, resulta inexplicable

Balzac, Baudelaire, Barbey d'Aurevilly. Trad. Jorge Salvetti y Luiciana Bata. Mardulce, 2015. 360 páginas. 15 euros

Traigamos aquí una frase de Torres Villarroel, pícaro y asceta del XVIII, donde habla de su refinada indumentaria: "mezclado entre los duques y los arcedianos, ninguno me distinguirá entre ellos". Faltaba todavía un siglo para que la metrópoli inglesa diera un fruto paradójico y fenomenal, hijo indiscutido de la urbe: el dandy. ¿Y qué es un dandy? Justo lo contrario de lo que soñó Villarroel, en un sueño parvo de holganzas y rentas vitalicias. Dandy es aquel que se distingue y obra en sociedad como un confaloniero estético. No es necesario, como señalan Balzac y Baudelaire, que el dandy sea un elegante. Basta, por contra, con que su criterio, con que su indumentaria, con que su juicio estético, contravengan lo convencional y abran a lo inesperado los cauces de la sociedad burguesa. El dandy -y Barbey d'Aurevilly lo fue, quizá en mayor medida que su discípulo Baudelaire- es un asceta de sí mismo; un asceta cuya singularidad es convertir su yo hipertrofiado en fiel de la sociedad elegante. En este espléndido recopilatorio, editado por Mardulce, encontramos los textos más relevantes de un fenómeno hoy, tal vez, inexplicable. Si Balzac y Baudelaire lo relacionan oportunamente con la sociedad moderna, Barbey se remonta a su origen insular en la figura del beau Brummell, cuyo influjo sobre Jorge IV podríamos consignar como desmesurado.

Lo determinante, en cualquier caso, es su estrecha relación, subrayada por los tres autores, con la burguesía triunfante del XIX. Lo cual no quiere decir que el dandy deba ser un noble -como Barbey-, sino que es la burguesía, su esplendor mesocrático, junto con lo que Baudelaire llama en El pintor de la vida moderna "el hombre de la multitud", aquello que precipita e induce la flor púrpura y atrabiliaria del dandismo. Sin la masificación del Londres decimonónico y el gran París tardorromántico y simbolista; sin la prosperidad de las nuevas clases pujantes, sin la búsqueda de una suerte de pureza en el siglo del utilitarismo, la figura del dandy no quedaría siquiera vislumbrada. Porque el dandy, sobre otros muchos asuntos, es un señor que sobrepuja su individualidad en el siglo que ha visto nacer las masas. Basta acudir a Baudelarie y su concepto de la multitud para comprender esta necesidad urgente del artista. Quiere decirse que el dandy ha encontrado una forma de distinción al margen de las distinciones usuales de la sociedad del Ochocientos. Para ser dandy, pues, no es necesario ser un hombre acaudalado ni pertenecer a un añoso linaje. Tampoco esto sería un inconveniente, a condición de que su dandismo radique en cierta inutilidad, en cierto severo estatismo, que haga perdonar la grosera prevalencia del dinero. En este sentido, el dandy no es otra cosa que la cenefa creativa y el broquel ilusorio que se otorgó el gran mundo para adornarse y brillar en los salones parisinos.

A esta inutilidad, por otra parte, se refiere Thomas de Quincey cuando escribe El asesinato considerado como una de las bellas artes. El asesino propugnado por De Quincey es un asesino estético. Vale decir, un asesino que opera al margen de las bajas pasiones o las motivaciones crematísticas. Se trata, en suma, de una belleza en el crimen -siniestra pero pura-, que desprecia y orilla el móvil utilitario. Esa misma pureza es la que obrará en el interior del dandismo en la segunda mitad del XIX. En palabras de Baudelaire, "el dandismo es una milicia"; lo cual significa, entre otras cosas, que el dandismo es un orden, una renuncia, una accesis de naturaleza castrense, donde el el hombre se da por licuefacción, adelgazándose hasta hallar una espiritualidad que nace de la renuncia y encuentra su satisfacción en una inutilidad absoluta, deliberada y prístina, convertida en una forma de arte. Un arte corporal, si se quiere, pero donde la frivolidad y el vértigo suicida del yo se dieron la mano. En ese gesto último del dandy se abrocha y quizá muere el siglo del positivismo.

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