Tesla: vivo y muerto, promesa y amenaza, valor y vacío

Un tuit de Musk puede evaporar decenas de miles de millones en capitalización bursátil o inflar las acciones como un suflé cósmico

Elon Musk estrecha la mano de Donald Trump en la Casa Blanca.
Elon Musk estrecha la mano de Donald Trump en la Casa Blanca. / Molly Riley / Efe

En algún rincón del universo, tal vez no muy lejano de la fábrica de Tesla o de una cápsula SpaceX flotando en órbita baja, yace un extraño gato llamado Tesla. Está dentro de una caja, invisible a los ojos del mercado, vivo y muerto a la vez. La llave que decide su suerte no está en manos del azar ni del algoritmo bursátil, sino en los dedos largos y eléctricos de un solo hombre: Elon Musk.

Desde hace años, el magnate sudafricano se ha transformado en una especie de partícula subatómica del capitalismo moderno: imposible de predecir, siempre en movimiento, oscilando entre la genialidad visionaria y el impulso errático. Lo que para unos es innovación, para otros es volatilidad. Y ahí, en esa dualidad, nace la metáfora perfecta: Tesla como sistema cuántico, y Musk como observador que, al mirar dentro, altera la realidad.

El valor de Tesla —como el del célebre gato de Schrödinger— no se define hasta que alguien “abre la caja”, es decir, hasta que Musk decide tuitear, presentarse en un programa de humor con una camiseta de Dogecoin o anunciar que venderá todas sus casas para vivir en una 'tiny house' cerca de sus cohetes. Antes de ese instante, Tesla vive en un estado de superposición: una empresa sobrevalorada y subestimada al mismo tiempo, una burbuja y una revolución industrial, un coche eléctrico y una narrativa bursátil de ciencia ficción.

Los inversores, esos modernos físicos de Wall Street, se ven atrapados entre fórmulas que ya no explican lo que ven. Los ratios P/E se disuelven como si fueran ecuaciones de partículas virtuales. La lógica tradicional —la del valor intrínseco, los flujos de caja descontados, el análisis fundamental— se estrella contra un muro cuántico donde la realidad se comporta más como un meme viral que como una línea de balance.

Werner Heisenberg afirmaba que no se puede conocer con exactitud la posición y la velocidad de una partícula al mismo tiempo. Algo similar ocurre con Elon Musk: no se puede anticipar lo que va a hacer ni prever cuánto afectará al precio de Tesla. Un tuit de Musk puede evaporar decenas de miles de millones en capitalización bursátil o inflar las acciones como un suflé cósmico. El CEO se comporta como una función de onda con conciencia de sí misma, que decide colapsar en un punto imprevisible del espacio mediático.

Los mercados, que alguna vez premiaron la estabilidad y castigaron el capricho, ahora parecen bailar al ritmo de su excentricidad. Tesla se convierte así en el experimento perfecto para probar una nueva física económica, en la que la emoción, la marca personal y la narrativa sustituyen al cobre, al litio y a los informes trimestrales.

Tesla no es ya sólo una acción, sino una interpretación. Como en la mecánica cuántica, hay distintas “lecturas” del sistema. Para algunos, es la manifestación más pura del capitalismo narrativo: no inviertes en coches, sino en el sueño de Marte, en la utopía de una IA soberana, en la historia de un hombre que juega con los límites del sistema mientras lo redefine. Para otros, Tesla es una anomalía, una distorsión del espacio-tiempo financiero que acabará por replegarse sobre sí misma cuando el observador —el mercado— se canse del espectáculo.

Y, sin embargo, el espectáculo sigue. Musk, como un gato cuántico él mismo, nunca está del todo dentro o fuera del mercado, nunca es completamente CEO ni totalmente bufón, ni íntegramente disruptor ni completamente evasor fiscal. Es todas esas cosas a la vez, hasta que una junta directiva, una demanda o una supernova del Nasdaq nos obligue a mirar dentro de la caja y enfrentarnos a la realidad.

Quizás un día Tesla colapse. O tal vez se reinvente como una nave interplanetaria que cotiza en alguna bolsa lunar. Pero lo que es seguro es que, mientras Musk siga orbitando entre lo empresarial y lo mesiánico, Tesla seguirá siendo el gato de Schrödinger del capitalismo: vivo y muerto, promesa y amenaza, valor y vacío.

Porque en la economía del siglo XXI, ya no se trata de entender las empresas como máquinas previsibles, sino como relatos cuánticos en perpetua incertidumbre. Y entre todos esos relatos, pocos tan fascinantes —y tan peligrosamente indeterminados— como el de Tesla bajo la mirada de su observador más imprevisible. Elon.

Y en esta narrativa de superposiciones infinitas, no puede dejar de resonar una imagen: la mano tendida de Trump, aquel gesto ambiguo, a medio camino entre la alianza estratégica y la colisión de egos. Durante un tiempo, ambos parecieron compartir el mismo campo magnético: iconoclastas, populistas tecnológicos, con una devoción fanática a su imagen y una alergia común a las normas establecidas. Pero aquella cercanía —más gestual que ideológica— se ha desvanecido.

Hoy, esa mano parece lejana, como si perteneciera a otra línea temporal. La misma que pudo haber unido Silicon Valley con Mar-a-Lago en una realidad alternativa. Pero, en el universo cuántico de Musk, ninguna relación es estable y toda convergencia tiende a desintegrarse en polarización. Porque ni siquiera entre semejantes puede mantenerse la coherencia cuando el relato exige ser el centro del colapso y del renacimiento.

Y, sin embargo, ¿qué hacer ahora con Trump, ese otro observador? ¿Qué colapsará cuando él mire dentro de la caja? ¿Moverá los mercados con un grito desde su red social paralela? ¿Tomará el control del relato o simplemente lo incendiará? En un mundo regido por incertidumbres, la pregunta no es quién tiene el poder, sino quién tiene el foco. Musk o Trump. ¿Quién de los dos será más imprevisible?

Tal vez ninguno. Tal vez el verdadero maestro cuántico no hable, no tuitee, no rompa titulares. Tal vez se llame Bill Gates, y observe todo esto en silencio desde su biblioteca insonorizada, invirtiendo en agua potable y software para el Tercer Mundo mientras las ondas del espectáculo bursátil se descomponen frente a su sonrisa paciente. Porque, al final, en la mecánica del poder, el que menos ruido hace suele ser el que más lejos llega.

Y no olvidemos a Jeff Bezos, cuyo rostro permanece imperturbable mientras los cohetes despegan, los márgenes de Amazon se afilan como bisturíes logísticos y su presencia en el juego parece más la de un dios escondido que la de un competidor frontal. Observa, calcula, optimiza. No necesita perturbar la caja: la compra desde fuera.

Ni a Boeing, la corporación que observa no con ojos humanos, sino con radares, patentes y protocolos. No mira la caja: la sobrevuela. Sueña con cielos limpios de regulación, con contratos militares invisibles, con un universo paralelo donde la ingeniería no tiene consecuencias y los errores se difuminan en dividendos. Otro observador, otro colapso posible.

Pero por encima de todos, en la penumbra de los parlamentos, los consejos y los bancos centrales, aguarda el último gran observador: el Papa Estado. Silencioso, ambivalente, con mitra de legislador y báculo de auditoría, aparece cuando todo amenaza con desplomarse. Redime o castiga. Salva bancos, interviene gigantes, impone tributos o libera ayudas. Su mirada no es mediática, pero cuando se posa, nada queda intacto. Él no especula: regula. No colapsa cajas: las sella.

Y mientras todos los demás juegan con las reglas de la física cuántica, el Estado, el viejo Estado, sonríe como un padre cansado que sabe que, al final, los hijos alborotados siempre vuelven a casa. Aunque sea para que les cierren la caja.

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