Historia

Los versos encarcelados

  • El poeta Miguel Hernández fue detenido en Moura (Portugal) en 1939, cuando trataba de empeñar su reloj para huir a Lisboa. Las autoridades españolas lo tuvieron preso en Rosal de la Frontera y Huelva

Miguel Hernández

Miguel Hernández

Si los tuviera que reescribir ahora serían menos poéticos. La muerte de la metáfora. El asesinato de la hipérbole. El suicidio del poeta. “Tanto dolor se agrupa en mi costado” -recitaba en voz alta, con una mueca que parecía perdida entre la media sonrisa y el medio llanto. Casi reiría, si no fuera por el dolor intenso que le mordía las costillas y le azotaba la espalda. “Que por doler me duele hasta el aliento”. Ya era tino que le vinieran a la cabeza, justamente ahora, los versos que había escrito tres años atrás para su compañero del alma y que hoy adquirían un sentido tan literal, tan prosaico, que le parecían aún más amargos que entonces.

Como para no dolerle hasta el alma. Había estado diez horas recibiendo golpes. Los guardias le habían propinado toda una señora paliza, golpeándole sin pudor la cabeza y los riñones hasta hacerle orinar sangre. Ahora se reponía como podía y, agarrándose con una mano el costado y con la otra la pluma, empezó a mentir sobre el papel:

“Querida Josefina: Estoy muy bien de salud. Me acuerdo siempre de mi Manolillo y de ti, que sois siempre mi mayor esperanza…”No iba a engañar a Josefina a estas alturas, pero intentaba que, al menos, no se asustara más de la cuenta. De paso, a sabiendas de que nunca enviarían la carta a su esposa si soltaba algo que no debía, suavizó cuanto pudo lo ocurrido: “Se trata de una imprudencia mía que naturalmente tenía que tener su riesgo y su resultado insatisfactorio”, pero “la seguridad de mi honradez y la fe en la justicia de Franco” -por aquello sí que no iba a pasar, estaba seguro, su Josefina- “me hacen estar sereno y alegre”.

La imprudencia en cuestión había sido tratar de marcharse. Hacía ya casi dos meses que Miguel andaba huyendo, desde aquel 9 de marzo (estaban en el año 39, a muy poquito del fin de la Guerra) en que llegó a su tierra, Orihuela, para encontrarse con su esposa y con su hijo, Manuel Miguel, que entonces solo tenía tres meses. Buscaba ayuda para sí y su familia, pero no la encontró por ningún sitio, ni siquiera de su amigo, el cura Luis Almarcha, que lo admiraba tanto que le publicó su primer libro, Perito en lunas. Aunque aquello fue antes de que España se rompiera en dos, y Almarcha andaba preocupado ahora en otras ambiciones muy alejadas de la de ayudar a viejos conocidos. No hubo una mano de Luis ni de nadie en Alicante, así que Miguel decidió volverse a Madrid. Antes, había trazado su propio plan de huída. Llegaría hasta Lisboa, donde se encontraría con su esposa. Allí los esperaría Gabriela Mistral, que hacía de diplomática para su país en la capital lusa y que a buen seguro les conseguiría la estancia y los visados que necesitaran. En Madrid consiguió que el poeta Eduardo Llosent, falangista pero viejo y leal amigo, lo enviase con carta de recomendación a Sevilla para encontrarse con Joaquín Romero Murube, pero en lugar de ir a la capital andaluza, muy vigilada por entonces por la presencia allí del mismísimo Franco, se marchó hasta Cádiz en busca de otro amigo, Pedro Pérez Clotet, que andaba fuera de la ciudad.

Nada parecía salirle bien, pero Miguel no desistió. Viajó hasta Valverde del Camino, donde vivía el abogado Diego Romero, aunque tampoco lo encontró. Parecía que no existía nadie, nada, capaz de cambiarle su suerte, que iba empeorando por momentos. Desesperado y cansado, se detuvo a dormir a una pensión del mismo pueblo y allí escuchó las desventuras de un grupo de arrieros de los que hacían el contrabando con Portugal. Hablaban de la raya, de los caminos secretos y tortuosos que unían ambos países en la ilegalidad, y Miguel decidió que, a falta de otra ayuda, aprovecharía ese último recurso que se ponía en sus manos. No se iba a dar por vencido mientras quedara una mínima posibilidad.

La ‘Fonte de Aroche’, en la localidad portuguesa de Santo Aleixo de la Restauraçao, la primera que pisó el poeta tras cruzar la frontera. La ‘Fonte de Aroche’, en la localidad portuguesa de Santo Aleixo de la Restauraçao, la primera que pisó el poeta tras cruzar la frontera.

La ‘Fonte de Aroche’, en la localidad portuguesa de Santo Aleixo de la Restauraçao, la primera que pisó el poeta tras cruzar la frontera. / Josué Correa

Al amanecer del día siguiente ya viajaba en camión hasta Aroche. Lo dejaron cerca, a cuatro kilómetros, que recorrió andando. En el pueblo merendó y compró unas alpargatas nuevas con las que emprendería el camino hacia Portugal a través de caminos de frontera, retorcidos y difíciles, que empezó a recorrer con la llegada de la noche. Durante nueve horas anduvo por aquellos caminos de estraperlo y café hasta llegar a Santo Aleixo de la Restauraçao. Era el 30 de abril de 1939, y ese mismo día, ya en el pueblecito de Moura, descubrió para qué sirve un reloj de oro.

Se lo había regalado Vicente Aleixandre el día de su boda con Josefina. Servía para dar la hora, el reloj, pero también para mostrar el cariño y el respeto de un amigo, de su amigo Vicente. Ahora, además, iba a serle de utilidad como alimento, cuando pensó en intercambiarlo por dinero en una joyería, aunque acabó siendo una condena. Se convirtió, pobre reloj, en una espada afilada y lista para cercenarle el cuello. El joyero, desconfiado, rehusó el trueque y lo denunció a la Policía de Fronteras. Allí mismo fue detenido y, sospechando que no se trataba más que de un ladrón, fue entregado a la Guardia Civil en Rosal de la Frontera. “Ruego se sirva admitir en el Depósito Municipal del Ayuntamiento a Miguel Hernández Gilabert, el que queda a disposición del señor secretario de Orden Público e Inspección de Fronteras”, firmaba el agente Antonio Marqués Bueno. Si no era un ladrón tampoco importaba demasiado. Los guardinhas recibieron su premio de cinco pesetas (lo daba el bando franquista a quienes entregaban a huidos y refugiados), que en aquel tiempo de hambre y pobreza era muy bien recibido por cualquiera.

Calabozo donde estuvo el poeta en Rosal de la Frontera Calabozo donde estuvo el poeta en Rosal de la Frontera

Calabozo donde estuvo el poeta en Rosal de la Frontera

La primera vez que lo interrogaron fue el 4 de mayo, a mediodía. Su primer delito, atravesar la frontera “de forma clandestina”. Miguel llevaba encima un billete de 20 escudos, una moneda de cinco centavos y cuatro de diez, el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve, y sombra de lo que era y el libro La destrucción o el amor, acompañado de una carta de su propio autor, su amigo Vicente Aleixandre. Las palizas posteriores le hicieron perder el oído izquierdo, pero el hambre y el encierro le dieron a ganar a dos nuevos amigos, Francisco el Guapo, contrabandista con el que compartió la celda y algunos bocados que les llevaba Manuela, su mujer.

“Ve a mi casa y di a mi padre y a mi hermano que estoy detenido, que un día de estos me llevan a Huelva desde este pueblo y que es preciso que me reclamen a Orihuela”, seguía escribiendo el malogrado poeta: “Que hablen con don Luis Almarcha, Joaquín Andréu, Antonio Macando, Juan Bellod, Martínez Arenas, Baldomero Jiménez y quien sea preciso para la consecución de mi traslado a nuestro pueblo. Haz lo que te digo para estar junto a nuestro hijo y a ti lo más pronto posible”. En el fondo eso era lo único que quería: tenerlos cerca. Era consciente de que una vez bajo el yugo del Régimen iba a ser muy difícil escapar. Incluso sobrevivir. Pero necesitaba, al menos, no alejarse demasiado de su mujer y de su hijo. “No te preocupes, nena. Como bien, me tratan bien y a lo mejor desde Huelva paso a Orihuela antes que nuestros amigos pudientes de ahí hayan hecho gestión alguna”, terminaba, esperanzado -más de lo que cualquiera lo estaría, en su situación- antes de firmar: “Manolillo y tú recibid el corazón de vuestro: Miguel”.

No tenía puestas muchas esperanzas en sus amigos, que tan rápido lo habían olvidado, que tan pronto habían desaparecido, como tampoco las tenía en su regreso a Orihuela. Ni siquiera tenía claro si llegaría a abandonar Huelva con vida, pero debía intentarlo por ellos, por su familia, a la que imaginaba a esas alturas pasando frío y hambre. Alimentados a base de pan y cebolla. Pobres y solos.

Cerró los ojos para evitar que se escaparan las lágrimas y buscó consuelo en el recuerdo. Vio su rostro joven -aún más joven- y su viejo hatillo cargado sobre el hombro mientras subía al monte. Se recordó allí, en la Cruz de la Muela, mirando a sus animales pastar y componiendo poemas, tecla a tecla, en su querida Corona:

“Junto al río transparente

que el astro rubio colora

y riza el aura naciente

llora Leda la pastora.

 

De amarga hiel es su llanto.

¿Qué llora la pastorcilla?

¿Qué pena, qué gran quebranto

puso blanca su mejilla?

 

¡Su pastor la ha abandonado!

A la ciudad se marchó

y solita la dejó

a la vera del ganado”

Estrenó aquella primera máquina de escribir el 20 de marzo del 31. Hacía ya más de ocho años y parece que fue ayer. Sonrió, a pesar de todo, y se durmió por fin, escuchando, tan vívido era el recuerdo, el golpeteo metálico de las palabras contra el rodillo. Murió sin volver a tocarla.

Casa de la Cultura ‘Miguel Hernández’ de la localidad de Rosal de la Frontera. Casa de la Cultura ‘Miguel Hernández’ de la localidad de Rosal de la Frontera.

Casa de la Cultura ‘Miguel Hernández’ de la localidad de Rosal de la Frontera.

Pasarían varios días hasta que Miguel Hernández abandonara el duro catre del calabozo de Rosal de la Frontera. El 9 de mayo de 1939 ingresó en su primera cárcel de verdad, la Prisión Provincial de Huelva, comenzando un periplo que le llevaría dos días después a Sevilla, luego a Madrid, después a Palencia, Toledo y finalmente al Reformatorio para Adultos de Alicante. Allí enfermó, primero de bronquitis, luego de tifus, y finalmente una tuberculosis lo mató un 28 de marzo de 1942. Tenía tan solo 32 años. Su Corona, como sus primeros versos, apenas habían cumplido una década, pero su palabra, su obra, había alcanzado ya el grado de eterna, como un rayo que no cesa:

"No hay cárcel para el hombre/no podrán atarme, no(…)/ Quién enseña una sonrisa” -escribió, profético, Miguel-.

“Quién amuralla una voz”.

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