El enigma de Tartessos: El último eco de la primera civilización de Occidente

El colapso de la cultura tartésica sigue siendo objeto de investigación

La comarca del Campo de Tejada, donde se ubica el yacimiento de Tejada la Vieja, conserva algunas de las claves de la desaparición de los tartesios tras una crisis tecnológica, económica y comercial que reconfiguró su forma de vida

Broche de cinturón encontrado en las excavaciones del 'santuario fundacional' de la ciudad tartesia de Tejada la Vieja.

Durante siglos, Tartessos fue un sinónimo de poder, tecnología y riqueza. Fascinó a los griegos, que hablaron de ellos en los textos antiguos como una tierra de reyes longevos, metales preciosos y veloces embarcaciones, pero su fama como civilización sabia y refinada se extendió por todo el Mediterráneo, situándola en ese extraño espacio existente entre la historia y el mito hasta que, en torno al siglo V a.C., su mundo aparentemente estable desapareció sin que todavía se sepa muy bien por qué. La crisis de la cultura tartésica ha dado lugar a diversas teorías, algunas más pintorescas que otras. Una parte de los investigadores cree que Tarteso entró en decadencia al perder el contacto con los comerciantes del Mediterráneo oriental, sustituidos por los cartagineses tras el combate naval de Alalia en el 537 a.C.; otros apuntan al agotamiento de los recursos mineros; y tampoco faltan quienes han mirado hacia los desastres naturales, como el gran tsunami que arrasó la costa suroccidental peninsular en el primer tercio de ese mismo siglo. Lo cierto es que sucedieron las tres cosas, y es más probable que fuera la confluencia de todas ellas la que determinara su final: Alalia los dejó sin rutas comerciales, lo que provocó una fuerte crisis económica, agravada por la continuidad de un modelo minero “que se estaba quedando obsoleto” y que estaba basado en la explotación de las minas en superficie, explica el arqueólogo subcacuático Claudio Lozano. Tarteso se desmoronó “porque su fortaleza era fundamentalmente comercial”, y cuando su red de contactos se quebró, “no tuvo tiempo ni herramientas” para reinventarse. Su rápido hundimiento, aquella fugaz evanescencia, fue probablemente lo que suscitó mayor interés sobre su historia y, por supuesto, sobre lo que les pasó después. ¿Emigraron? ¿Permanecieron en el territorio? ¿Se fundieron con otras culturas presentes en la zona? Obviamente, no se diluyeron, pero su colapso como civilización, como cultura, marcó también el final de una era de esplendor urbano, portuario y minero y el inicio de la reconversión forzosa de la población hacia formas de vida más básicas. Se abandonaron la roca y el metal, se volvió al trabajo de la tierra y dejaron de vivir en ciudades para ocupar estructuras urbanas mucho más simples. Tarteso dejó de existir porque dejó de existir todo aquello que lo hacía único. Sin embargo, su huella permaneció de alguna manera anclada a la memoria del territorio. Si hay un lugar en el que esa permanencia puede rastrearse con mayor claridad, ese es sin duda el Campo de Tejada.

Un cruce de caminos

Toma aire, que vamos a liarnos con la geografía y eso suele ir para largo. Pero es que, en esto, la geografía es la que manda. El Campo de Tejada es una franja de transición limpia entre los pies de la Sierra Morena y el llano Condado. Un territorio de colinas alomadas que suben y bajan, como pequeñas olas de colores, descendiendo hacia las vegas del Guadiamar y el Corumbel. Su suelo rojizo y arcilloso, de buena textura y drenaje, y sus fértiles vegas aluviales han sido el soporte vital de sus pobladores durante siglos gracias al cultivo de, sobre todo, cereales, olivos y viñas. Muy cerca, prácticamente al lado, como un vecino a veces molesto pero siempre necesario, se eleva la veta metálica de la faja pirítica ibérica. Lo recorren, de norte a sur y de oeste a este, una hilera de arroyos, caños y barrancos que, cuando llueve, dan todavía hoy alguna pista de lo que fueron antaño. El arroyo de Tejada, el modesto Sequillo, las corrientes de La Cañería y el Barbacena, el Ardachón, el Crispinejo, el Tamujoso, el arroyo de la Horca, el de la Bodega, el Carianas o el Cañaveroso configuran una extensa red formada por delgados pasillos que culminan su acuático viaje en el viejo río Guadiamar. Tal vez hoy parezcan poca cosa, apenas unos cuantos hilos acuosos, pero si ajustamos la lente del tiempo y retrocedemos unos cuantos miles de años, quizá solo cientos, sus menudos cauces se convierten en anchos caminos fluviales, unas gigantescas cintas transportadoras sobre las que van y vienen barcazas capaces de arrastrar las más variadas mercancías de un lado a otro de un río que no necesita presas, dragados ni modernos encauzamientos para correr mucho más alto y más ancho que hoy, hasta alcanzar el Guadalquivir y, desde allí, el gran Atlántico. La ciudad-puerto de Onoba y el océano, a babor. La fabulosa Gadir de los fenicios y las puertas del Mediterráneo, si viras a estribor. En esta tesitura natural, tan accidental pero tan determinante como lo es nacer en un extremo o en otro del mundo, al Campo de Tejada no le quedó otra que quedar señalada con una cruz roja en los mapas de la antigüedad. Un cruce de caminos en un tiempo en el que todos buscaban cruces de caminos. No es casualidad que aquí, en este preciso lugar, naciera, hace casi treinta siglos, uno de los asentamientos más singulares de la civilización tartésica: Tejada la Vieja, el único lugar del mundo en el que todavía es posible caminar por una calle tal y como fue concebida hace miles de años.

Tejada tiene además la particularidad de encarnar como ningún sitio la historia del ascenso y caída de Tarteso. Fundada a finales del siglo IX a. C., sus murallas y su estructura urbanística sorprendentemente moderna reflejan la esencia de la cultura tartésica. El recinto defensivo y las fábricas asociadas a la metalurgia hablan de una ciudad que no solo canalizaba mineral hacia el mar, sino que también transformaba parte de él y lo almacenaba para su distribución. Una capital social y económica, íntimamente ligada a Onoba, cuya historia completa sigue siendo un misterio de tamaño directamente proporcional al de su superficie no excavada: nada menos que diez hectáreas de once sin explorar. El reciente hallazgo de su santuario fundacional por parte de los arqueólogos del Grupo Vrbanitas de la UHU, liderados por Clara Toscano, ha puesto de nuevo el foco en Tejada no solo porque confirma el decisivo papel de aquel enclave en la red urbana del occidente andaluz, sino también porque ha traído de vuelta a la superficie las mismas preguntas de siempre sobre su final. ¿Por qué, tras alcanzar un notable desarrollo en el siglo V a. C., sus habitantes decidieron abandonarla sin más? Podría parecer que la ausencia de señales de violencia o de destrucción añade más leña al fuego del extraño éxodo tartesio. Sin embargo, lo que hace es aumentar las certezas sobre la teoría de una crisis económica de dimensiones descomunales. Cuando el comercio de los metales perdió fuerza y la ciudad dejó de tener sentido como enclave minero, sus gentes simplemente optaron por desplazarse a un emplazamiento más favorable a sus nuevas tareas. Un espacio bien posicionado y dotado de tierras fértiles para la agricultura, que iba a ser ahora su medio de vida.

Así fue como surgió Tejada la Nueva, una nueva ciudad para una nueva cultura, la turdetana, heredera inmediata del esplendor tartésico y que llegó a cohabitar con otra civilización, los bástulos, que aparecen por primera vez en fuentes romanas a partir del siglo II a.C. como “bástulos púnicos”, lo que muestra una identidad híbrida marcada por el contacto intenso con los fenicios y los cartagineses.

La identidad de un pueblo

Los textos de Estrabón, Mela y Plinio los situaron justamente entre los ríos Anas (Guadiana) y Betis (Guadalquivir). Así, sobre la desaparecida base tartésica se superpusieron nuevas influencias orientales y norteafricanas que no borraron lo anterior, pero sí lo transformaron en un pueblo diferente, que ya no vivía en ciudades, sino en oppida; que ya no fundía metales, sino que labraba la tierra; que ya no se abría al mundo exterior a través del mar, sino que construía muros para defenderse de enemigos inciertos. Aquellos grandes cambios geopolíticos trajeron grandes cambios culturales, aunque, a pesar de sus diferencias con aquel esplendoroso pasado, los turdetanos y los bástulos siguieron marcando una identidad propia a través de un marcador cultural inequívoco: las monedas. Las diferentes acuñaciones monetarias halladas en el Campo de Tejada han supuesto durante décadas un enigma para los especialistas, ya que, aunque aparecían con rasgos púnicos —leyendas en caracteres fenicios e iconografía mediterránea—, resultaba difícil asignarlas a una ciudad concreta, así que fueron catalogadas con un nombre tan inespecífico como literario: las púnicas inciertas.

Las monedas de ‘Ilbitugir’ (Tejada la Nueva) y su paralelismo con las de ‘Larisa’ (Tesalia, Grecia). / Francisco Jordi

Lo del apodo de ‘inciertas’ no es ningún capricho: durante la época republicana, cuando Roma ya había extendido su dominio sobre el sur peninsular, muchas ciudades comenzaron a adaptar sus monedas al nuevo tiempo. En lugares como Ipolka (Porcuna), Ulia (Montemayor) o incluso la propia Onuba, las emisiones seguían mostrando jinetes, caballos o racimos de uvas, que eran símbolos compartidos con otros pueblos del Mediterráneo, pero sus inscripciones pasaron del alfabeto púnico al latino, como una señal de que aceptaban la nueva autoridad y se integraban en el sistema romano. En el Campo de Tejada, sin embargo, ocurrió algo distinto, ya que sus monedas siguieron grabando leyendas propias en escritura púnica, un gesto de identidad estudiado por el investigador especialista en numismática FranciscoJordi y que revela la existencia de una extensa red de contactos con el mundo griego, con los númidas norteafricanos y los fenicios de Gadir, con quienes ya mantuvo Tarteso intensas relaciones comerciales. Como explica Jordi, “los bástulos son llamados también púnicos porque estaban dentro de una liga encabezada por la propia Gadir”. Esa “liga” no era un estado ni una región propiamente dicha, sino una red de puertos, rutas y talleres que compartían estilos artísticos, medidas, ciertos gustos y formas de intercambio y hasta un idioma.

El investigador y numismático Francisco Jordi, junto a la muralla de Tejada la Vieja.

En ese entramado, Tejada la Nueva -Ilbitugir, como la llamaban sus pobladores- funcionaba, igual que lo hizo la Vieja tartésica, como un puente situado entre el interior y el litoral, que abastecía y redistribuía y que mostraba en sus monedas su pertenencia a ese círculo que era más púnico que romano. Las inscripciones de sus acuñaciones no eran un anacronismo, sino un gesto deliberado. “Es Tejada la que da nombre a los bástulos”, asegura Francisco Jordi, lo mismo que Iltirta (Lérida) dio nombre a los ilergetes, o Naprišan (Lebrija) a los turdetanos, Tejada la Nueva fue la ciudad que representó a esta civilización que vivió a caballo entre la protohistoria y la historia antigua. Ilbitugir acabó convirtiéndose en Ituci, una villae agrícola integrada en la provincia Bética y el convento jurídico hispalense. Un municipio romano en toda regla, cuyos manantiales acabarían incluso alimentando el acueducto de Itálica, la ciudad de Trajano y Adriano. Fue solo así, con el paso del tiempo, como Tejada la Nueva, el último reducto de aquella cultura, abandonó para siempre su rostro púnico.

El Campo de Tejada cuenta una historia única que es en realidad la propia historia de la Humanidad: la de una comunidad que fue capaz de ir cambiando de piel, de aparecer y de desaparecer, de transformarse y de adaptarse a cada circunstancia, dejando además huellas visibles de cada una de esas etapas. Tres momentos distintos, tres nombres diferentes para un espacio compartido que sigue guardando grandes secretos. Las monedas de la Ituci romana y la Ilbitugir bástula ya han mostrado algunos de ellos, pero el más codiciado sigue escondido en algún lugar de Tejada la Vieja, la única ciudad tartésica que se conserva en superficie y la única que guarda bajo su suelo, apenas explorado, las respuestas sobre su enigmático y fugaz abandono. Es allí, en medio del silencio de sus ruinas milenarias, donde todavía retumba el eco de los últimos días de Tarteso.

/ Grupo Vrbanitas

‘Ilbitugir’, un nombre prerromano para Tejada la Nueva

La aparición de caracteres fenicios en las monedas inciertas halladas en Tejada la Nueva ha sido durante años un enigma que no ha pasado desapercibido para los especialistas en numismática, como Francisco Jordi, que ha trabajado estas piezas con un enfoque muy concreto: la lectura paleográfica de sus leyendas púnicas, que revelan letras imposibles de asociar directamente a Ituci, el nombre romano de Tejada la Nueva, pero sí a un topónimo anterior. La presencia de una B, una G o las letras semitas Lamed y Resh apuntan, como explica Jordi en una investigación en la que también ha participado la doctora en Filología Semítica Maria Josep Estanyol i Fuentes, a un topónimo prerromano: Ilbitugir, un nombre que se sitúa en la frontera entre lo tartésico y lo romano, que llegó algunos siglos más tarde, y que enlaza con uno mucho más antiguo que aparece en los textos de Hecateo de Mileto: Elibirge, la ciudad de Tarteso, explica Jordi.

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