Las últimas brujas de Huelva

Historia

Desde la Edad Media hasta principios del siglo XIX, la Inquisición también sembró el miedo en Huelva. Contra lo que se piensa tradicionalmente, eran las confesiones no católicas el objeto de su persecución, aunque también hubo tiempo para ajusticiar a algunas brujas de la provincia

'Aquelarre', de Francisco de Goya
'Aquelarre', de Francisco de Goya
Paco Muñoz

26 de diciembre 2021 - 05:00

Todas las lágrimas terminan secándose. Todas. Las de tristeza, las de terror, las que nublan la vista... Hasta las lágrimas de ira se secan, como se secó aquel cerro. Cuentan, supersticiones de pueblo, que antes era un vergel. Un hermoso jardín, cuidado con mimo y sabiduría, tan lleno de árboles y coloridas flores que causaba admiración. Los niños de Cortegana subían a menudo. Correteaban y reían y ella los saludaba con la mano y los invitaba a subir para jugar con su hijo, y allí las risas se esparcían como en una explosión, llenando cada uno de los huecos que no había ocupado ya la brisa que, traviesa y juguetona, recorría el cerro con los pequeños, rodeando los castaños y las encinas, moviéndoles las hojas y arrojando al sueño sus ricos frutos. Los niños alegraban el jardín con sus canciones y su griterío. Ella los miraba apoyada en el quicio de la puerta. Verlos la hacía feliz. Era hermosa, de cabello largo y negro, ojos grandes de un marrón intenso y una figura esbelta y menuda. No se le conocía esposo. Ni siquiera sabían su edad, y aunque bien podría ser joven, su mirada profunda parecía esconder siglos de conocimiento y experiencia. En realidad a nadie le importaba. Era muy querida por su generosidad con la gente del pueblo y admirada por su poder. Cada día subía algún vecino al cerro a hacerle alguna consulta o pedirle ungüentos que lo sanaran de este o aquel mal. Ella, sin pedir nunca nada a cambio, daba consejos, cortaba algunas hierbas y preparaba brebajes curativos que terminaron por llevar su fama más allá de las fronteras del pueblo. Al poco, empezaron a juntarse grupos de vecinos de los alrededores, que llegaban a hacer cola al pie del cerro, incluso de noche, para que la hermosa sanadora les atendiera y curara sus dolencias.

Pero siempre, en todas partes, hay malos ojos y malas bocas, y la fama de la curandera llegó a los malos oídos de la Santa Inquisición, que la condenó, tras un juicio sin audiencia, por brujería y herejía. Las fuerzas del Santo Oficio iniciaron su particular cacería. La buscaron por todo el pueblo y finalmente llegaron hasta su casa. No la encontraron, pero sí a su hijo, que, por no dar seña alguna del paradero de su madre, terminó prendido y ahorcado allí mismo, en aquel hermoso jardín.

No es la única historia sobre brujas que se cuenta en Huelva. Ni tampoco sobre el Santo Oficio. La de la sanadora de Cortegana y su hijo es una leyenda, un cuento que se ha trasladado durante siglos de padres a hijos y que ha llegado hasta hoy sin que exista ninguna prueba documental de que aquello ocurriera realmente, aunque no es imposible que pasara. Porque es cierto que la Inquisición mostró su peor cara en Huelva a partir del siglo XV (que es el tiempo en el que se sitúa esta historia), y precisamente fue en la Sierra donde lo hizo antes y con más brío. El Tribunal de la Inquisición fue creado en 1478 en Sevilla. El sevillano Alonso de Ojeda -un dominico- había convencido a la Católica reina Isabel I de que había que frenar las prácticas judaizantes que se prodigaban entre los conversos andaluces y no se les ocurrió otra manera de hacerlo que reconstituyendo la Inquisición, que sigas atrás había desempeñado una funesta labor contra la herejía. Su actividad, que en un principio se limitó a las diócesis de Sevilla y Córdoba, arrancó con un primer auto de fe celebrado el 6 de febrero de 1481 en la capital hispalense y en el que fueron quemadas vivas seis personas. Muy poco tiempo después fue el segundo, uno de los más crueles y contundentes de los que hay constancia y que se celebró el 20 de julio de ese mismo año en la Plaza Alta de Aracena. 28 personas fueron ajusticiadas, de las que 23 acabaron quemadas en la hoguera en un proceso que dejó estupefactos a los pocos ciudadanos que por entonces vivían en la zona. Aquel auto de fe en realidad fue accidental. Los miembros del Santo Oficio se habían trasladado a la Sierra huyendo de la epidemia de peste que asolaba Sevilla, y de hecho anduvieron un tiempo en la comarca, dejando recuerdos de su presencia en diversos edificios de la propia Aracena, de Zufre y de Cumbres de Enmedio, donde mantuvieron su sede cuando visitaban la zona.

Plaza Alta y Cabildo Viejo de Aracena.
Plaza Alta y Cabildo Viejo de Aracena.

Pero el objetivo del Tribunal no eran, por entonces, las brujas o los curanderos, sino los judíos. Ellos, sobre todo, y cualquiera con cierta ascendencia sospechosa. De paso, es cierto, el Santo Oficio ejercía con maestría su papel de látigo de la fe contra cualquier actividad en la que apareciera la más mínima forma de superstición, y la circunstancia era aprovechada sin pudor alguno por algunos ciudadanos que, a cambio de importantes prebendas (incluso podían librarse de pagar impuestos) o por el mero gusto de ver sufrir al vecino o al enemigo, ejercían de ‘familiares’ de la Inquisición. Eran sus chivatos. Expertos en el deporte nacional de acusar por acusar, por venganza, envidia o rencor, que tuvo también su tiempo dorado en aquellos siglos, como lo tuvo en los siguientes. El historiador José Luis Gozálvez, autor del estudio La Inquisición en Huelva. Judeoconversos, libertarios y hechiceras (editorial Niebla) sobre los procesos inquisitoriales en la provincia (o los territorios que ahora ocupa) cifra en unos cincuenta los onubenses sentenciados a muerte por el Santo Oficio, claro que esa es la cifra que se puede constatar con las actas de los juicios en la mano y deduciendo lo que pudo haber sido de aquellos procesos de los que no hubo sentencia escrita. Por supuesto, esas cincuenta no fueron las únicas víctimas de los inquisidores en Huelva. Muchas más personas sufrieron la vergüenza del escarnio público, las vejaciones, las torturas, los destierros o las expropiaciones a los acusados y sus familias.

Solo una minoría de aquellas víctimas fueron mujeres, contra la idea que se tiene de la Inquisición en el imaginario colectivo, y de ellas la mayor parte fueron condenadas por ejercer la prostitución. No, por supuesto que eso no quiere decir que no las hubiera, porque sí, por supuesto que las hubo. Y de las de verdad. Isabel de la Paz, María la Coja y Francisca Romero, la Hechicera, fueron, por ese orden, las tres últimas brujas de Huelva. Isabel, natural de Villarrasa, fue encausada por el tribunal de Sevilla en 1739 por su capacidad de hacerse y hacer que otros fueran invisibles. Así, contaban los testigos, consiguió sacar unos presos, parientes suyos, de la cárcel: “Que una noche estuvo en continua oración y ella misma aseguró los libertaría de suerte que no los pudiese coger la justicia. Con efecto, sin haber escalado cárcel salieron la misma noche de la oración”, se explica en el auto recogido por la investigadora Rocío Almillo en Hechicería y brujería en Andalucía en la Edad Moderna, en el que se dice que la bruja sabía cómo lograr “que al pasar por una calle donde había gente no fuese vista”. La propia Isabel de la Paz fue una de las participantes de un aquelarre documentado en la provincia, celebrado en Moguer y donde también estuvo María Ramírez, la Coja. Vecina de Niebla, fue encausada en Sevilla en el año 1750. En su juicio “no hubo un uso específico de términos como el de bruja y tampoco una descripción detallada de vuelos por el aire”, explica Almillo, pero sí hubo “una junta de varias hechiceras que tras llegar a su fin derivó en danzas y bailes al ritmo de la música, como ocurría en las reuniones de aquelarres”. La testigo Catalina de la Estrella contó al tribunal cómo su criado acompañó a María Ramírez hasta Niebla para hacerse con unas hierbas para sanar a su marido, que estaba enfermo. En el camino de vuelta pararon en Moguer, en una casa donde se juntaron cinco o seis mujeres, entre ellas “una vieja”. Pusieron en común la enfermedad de aquel hombre y, acabada la reunión, “tocaron un adufillo y tamborcillo y comenzaron a bailar”. La Coja era especialmente ducha en la sanación, el curanderismo, pero, como ocurría en casi todos los casos de brujería, también era “mujer pública de mala opinión” y así, entre el reconocimiento y el rechazo social, utilizaba sus poderes de forma discreta, marginal, aunque sus trabajos eran bien conocidos y utilizados por todos los estamentos sociales. No bastó aquello para salvarla, claro, como tampoco se salvó la última bruja onubense, Francisca Romero, cuyo caso fue también uno de los últimos de la propia Inquisición antes de su abolición definitiva en 1834.

La Hechicera, vecina de Huelva, fue acusada de curandera supersticiosa en unas pesquisas que se iniciaron en 1804 y acabaron tres años después. Fue un juicio largo, sin duda, pero es que se le habían acumulado varias sumarias abiertas para poder tomar testimonio a los numerosos informantes de sus hazañas. Fueron 15 los testigos ratificados para declarar ante el tribunal. Entre ellos hubo “religiosos, enfermos curados y no curados, y familiares que estuvieron delante en los distintos lances”. Del paso de Francisca por el mundo de la brujería hay, por lo tanto, mucha información. Se trata de un proceso especialmente interesante no ya por lo largo, sino por los elementos que incorpora. Aunque la Hechicera también utilizó los métodos tradicionales de la brujería, como los polvos mágicos, las unturas o el uso de las prendas de vestir, las artes de la onubense incluyeron cosas muy poco habituales, como el símbolo de los cuernos -dibujados o haciéndolos con las manos- y de las espadas en sus rituales. Pero la razón por la que La Hechicera se hizo especialmente popular fueron sus curas dando (literalmente) bocados a los clientes para chupar su sangre maligna, una práctica más brujeril que curandera. Francisca Pabón, casada con el panadero Francisco García Crispín, tenía unos dolores tan insoportables que le impedían amasar el pan. En su testimonio contó que, creyendo que estaba bajo la influencia de un hechizo, acudió a la acusada, que la puso boca abajo y le chupó hasta tres partes diferentes de su cuerpo “(...) con su boca sacándola sangre negra, la vació en el cuarto”, le dijo que se levantara, le pidió dinero para unas medicinas y al día siguiente le dio unturas en el estómago y tres tipos de polvos diferentes: unos debía ponérselos en el vientre, otros, en la masa del pan y los últimos eran para tomárselos. Al día siguiente, Francisca Pabón comprobó que aquel horrible dolor amasando el pan había desaparecido. Francisco Garrido también solicitó los servicios de la onubense cuando estuvo muy enfermo. La Hechicera, contaba el testigo, se sorprendió de que no estuviese muerto, pero le prometió curarlo: “Le mandó tender en la cama y le sacó de la espalda con la boca tres buchadas de sangre”, se describía en el acta. Con varios años de pesquisas y los testimonios de quince personas, el juicio a Francisca Romero dio mucho de sí, pero aún tuvo que esperar la última bruja de Huelva a que terminara la Guerra de Independencia contra Napoleón, en 1814, para cumplir su condena. La Hechicera también se hizo famosa por sus conjuros para hacer mal a otras personas (“dejarlos tullidos”) y para resolver infidelidades matrimoniales, pero sin duda lo que destacaron fueron sus dones para sanar. Cuando la medicina no curaba los dolores y las enfermedades siempre cabía la posibilidad de ir a ver a la Hechicera a su casa de Huelva e incluso invitarla a la propia en diferentes pueblos y ciudades de Andalucía. Francisca Romero supo cargar su parafernalia ritual de un fuerte simbolismo “que la convertía en una hechicera distinguida” y muy demandada contra la que nada pudo hacer la presión inquisitorial, que en esa época lo que procuraba era acabar con la superstición, más que con la brujería, que era tomada por el Santo Oficio más como un engaño que como un poder demoniaco.

La Hechicera fue la última bruja condenada, y, si la leyenda fuera cierta, la primera pudo haber sido la curandera de Cortegana, solo que esta pagó su pena aquella noche viendo, al llegar a casa, el cuerpo de hijo pendiendo de la rama de una encina de su jardín. Dicen que lloró y gritó toda la noche, amargamente, que luego enterró al pequeño, maldijo con ira la tierra bajo la que yacía y se marchó a otras tierras. No volvería a nacer un árbol en aquel sitio, prometió. Y así sigue hoy, seco como las lágrimas de la bruja, el Cabezo de la Horca. Supersticiones.

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