Los toros, "el deporte menos criticable, más profesional y más clásico”
Crónicas de otra Huelva
El periodista José Ponce Bernal actúa en 1930 de embajador cultural desde la prensa onubense, defendiendo que, lejos de ser “barbarie”, el toreo encarna un “clásico” adaptable a la modernidad
LA información conocida ya merece florecer de nuevo con todos los honores: el presidente de la República francesa ha declarado, en aficionado castizo, su entusiasmo por la lidia española de reses bravas. Siendo mozo, vio torear en España a Lagartijo y Frascuelo y al Guerra y al Algabeño y a Mazzantini. Y como se hallase en nuestro país al morir Frascuelo, envió a la casa mortuoria una corona de flores con la cinta tricolor. Mr. Doumergue probó, hablando de toros, que sabe de toros. Y aunque vive en un país donde oficialmente no se puede torear, aunque efectivamente se torea, conserva un culto ardiente a nuestra fiesta de color y de valor.
Evidentemente —digámoslo para tranquilidad de los pesimistas— esto no nos levanta un grado en el concierto europeo. Pero es un inesperado voto de calidad contra la decantada barbarie de las corridas de toros.
Allá a mediados del siglo pasado, el dulce Selgas —este periodista sutil, olvidado— escribió aquellas palabras tan repetidas por los detractores de los toros, que dicen así: “Una corrida de toros es una frase mal entendida; no es el toro el que corre, es la civilización la que queda corrida”. El ingenioso juego de palabras, tan propio del autor de Luces y Sombras, de Hojas sueltas, de las Delicias del Nuevo Paraíso, está desmonetizado ya. Los toros van en camino adelante y cada año hay más plazas y cada vez hay más torería por el mundo.
Podrán los pesimistas, agarrados a los faldones de la levita de Spengler, decir que el mundo se está desnaturalizando; que Selgas tuvo y tiene razón; que el boxeo invasor en todas las latitudes, lo comprueba...
No discutiremos el punto por ahora. Mas sí diremos que, en suma, los toros han pasado a ser el deporte menos criticable, más profesional y más clásico. Y cuando la palabra clásico empieza a adaptarse a algo, no está muy lejos este algo de ser académico. Académico con todo lo que la palabra tiene de distinguido, selecto, perfilado, culto y aún culterano.
El tributo toreril del presidente Doumergue, presidente de la nación más fina, discreta, ingeniosa, espiritual y delicada de la tierra, sitúa ya a los toros entre las diversiones de salón.
Blanqui-Azul, en Diario de Huelva, 7-8-1930.
La dialéctica modernidad-tradición
El artículo de hoy representa una exaltación de la tauromaquia como patrimonio cultural español y, al mismo tiempo, como espectáculo capaz de ganarse la admiración extranjera. Convierte al mandatario francés en “testigo de prestigio” que legitima la fiesta ante Europa. La anécdota está avalada por crónicas de la época que describen a Doumergue como devotee de los toros. Por tanto, la columna convierte una anécdota sobre Gaston Doumergue en argumento propagandístico a favor de la tauromaquia, legitimándola tanto ante los lectores onubenses como frente a la crítica europea. Con un estilo retórico exuberante y referencias cultas, José Ponce actúa de embajador cultural, defendiendo que, lejos de ser “barbarie”, el toreo encarna un “clásico” adaptable a la modernidad y digno de reconocimiento académico. Su discurso refleja el pulso de 1930: un país que busca afirmarse mientras discute qué conservar, qué modernizar y cómo proyectarse al exterior. Tiene un gran valor historiográfico porque retrata la dialéctica modernidad‑tradición en la prensa provincial andaluza; ilustra cómo la tauromaquia servía de marca identitaria exportable y de instrumento diplomático informal (la corona tricolor); aporta pistas sobre la recepción popular de teorías filosóficas (Spengler) más allá de los círculos universitarios.
Establece un contraste con detractores al reproducir la frase del doctor Solger: «No es el toro el que corre, es la civilización la que queda corrida». Al declararla como “desmonetizada”, desactiva un argumento antitaurino muy citado a finales del XIX, presentándolo como obsoleto. Y se refugia en la modernidad, aludiendo a los “pesimistas agarrados a los faldones de la levita de Spengler” (autor de La decadencia de Occidente). Satiriza la visión apocalíptica que veía en la tauromaquia un residuo bárbaro; sugiere que, al revés, el espectáculo se moderniza y “cada vez hay más torería por el mundo”. Mencionar a Spengler le permite ridiculizar la lectura catastrofista y proclamar la vitalidad de la cultura española. Podemos concluir calificándolo de nacionalismo cultural benigno: la corrida se presenta como arte, “fiesta de color y valor”, contrapunto a la supuesta decadencia europea.
Estamos a las puertas de nuestras Fiestas Colombinas, con su cartel taurino de primer nivel. Aunque en los tiempos de Ponce Bernal la raigambre de la fiesta era muy superior a la actual, las corridas de toros conservan la tradición en Huelva.
Felicidad Mendoza
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