La teoría de la conspiración

La teoría de la conspiración
La teoría de la conspiración

24 de mayo 2009 - 01:00

Lo que se proclama publicitariamente como "más grande y mejor que el El Código Da Vinci" no es más que la consecuencia del éxito de aquella película, que también lo fue en las librerías, adonde se dirigió por el eco del film gente que, normalmente, no lee un libro. Ese triunfo editorial dio a conocer a su autor, Dan Brown y, como resultado, el interés por su primera novela, Ángeles y demonios, que es el precedente literario de El Código Da Vinci, otra superchería sobre la Iglesia Católica, que, actualmente, época de descreimiento y laicismo a ultranza de diseño y de estatuto, vende muy bien.

Si con la película El Código Da Vinci (2006), la Iglesia se lo tomó muy en serio y después se comprobó que ciertas patrañas, aunque estén muy bien amuebladas cinematográficamente, no se las cree ni el más furibundo agnóstico, con Ángeles o Demonios, una burda especulación sobre teorías político-religiosas y un forzado enfrentamiento entre ciencia y religión, aunque se insista reiteradamente que pueden ser compatibles, L´Osservatore Romano, el diario vaticano, la ha calificado como una "diversión inofensiva que apenas afecta a los dones y al misterio de la Cristiandad". Ni los cristianos ni la Iglesia, institución milenaria, deben prestar la más mínima atención a estas invenciones de pura especulación comercial puestas en marcha por mercaderes del cine para entretenimiento de incautos y víctimas del fracaso escolar o de la pobreza cultural que padecemos.

Lo que pudo ser una precuela, antecedente del primer relato, aquí se convierte en secuela, que nos presenta los hechos como posteriores a la intriga de El código Da Vinci, cuyo esquema narrativo es similar y cuya intención es la misma. El protagonista, el profesor de Simbología, Robert Langdon, se enfrenta a los Illuminati, sociedad secreta que aspira a acabar con la Iglesia Católica. El Papa acaba de morir. El Conclave de Cardenales se reúne para elegir al nuevo Pontífice. Coincide con el robo de una cápsula de antimateria del Centro Europeo para la investigación nuclear. Asesinan a un científico y graban en su pecho un ambigrama que expresa dos interpretaciones distintas. Una terrible amenaza: La cápsula explotará a una hora fija en el Vaticano donde se argumenta existe una lucha por el poder y donde han secuestrado a cuatro cardenales, los preferiti, entre los cuales puede estar el sucesor en la cátedra de Pedro.

Plantearse un debate polémico sobre esta absurda e increíble historia es un disparate digno de la colección de incoherencias que nos depara la película de principio a fin. El mérito de Ron Howard, si resulta posible hablar de ello, es el orquestar con toda suerte de medios y con una arrolladora ambientación, un relato con situaciones y circunstancias inverosímiles. Trata de imitar los argumentos de intriga, acción y crítica eclesiástica sin rigor ni fundamentos medianamente serios, que ya le dieron buen resultado de cara a la taquilla en El Código da Vinci, trayendo de acá para allá a Tom Hanks en su búsqueda de iglesias, que lo único que nos depara es un magnífico recorrido turístico por la inmensa Roma que añoramos siempre. La fragmentación de episodios, todos iguales unos a otros, con idéntico desenlace, acaban por abrumar o aburrir al espectador que busca algo más en este laberinto donde todo es predecible, de manera que el clímax se agota tempranamente. Es curioso que el rigor con que se han tratado algunos aspectos eclesiales, se falseen de inmediato otros con insultante desfachatez. Los últimos minutos son demenciales y patéticos.

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