Desde el tendido 55
Siéntese con tiempo en la grada y verá cómo la plaza va transformándose lenta y parsimoniosamente
ALLÁ van los chiquillos presos de nervios y sin guía, por ver cómo de pronto suelta el cajón de su umbría un testuz rizado y negro, pleno toro, inmenso de gallardía. ¡El toro! ¡El toro!
¡El toro! ¡Qué respeto sólo en la palabra! ¡Que sale el toro...! Y aquel chiquillo, andorreando entre las butacas metálicas, haciendo con sus sandalitas blancas surcos al albero, buscando trozos de papelillos de banderillas que horas antes habían jugado al viento sobre un morrillo negro y rizado, levantaba de vez en cuando la cabeza no fuera a ser que en aquella semioscuridad del cine de verano sobre el albero de la plaza de toros, aquel portón de toriles dejara escapar de nuevo, revivido, al toro que un tiempo antes se habían llevado las mulillas.
¡El toro¡ ¡Qué pavor y qué respeto!
Antes había cines en las plazas de toros. Ahora ya no hay cines en los pueblos y en las multisalas huele a palomitas con mantequilla y no hay papelillos de banderillas por el suelo.
Bajarse al albero significa llegar al terreno de los semidioses. Aun desde su ausencia, el toro sigue llenando el espacio, se percibe, aunque no esté, entre los restos de la batalla anterior.
El ruedo es la frontera, el lugar prohibido para el espectador. Desde allí se ven más certeras las cicatrices que la furia de un toro va dejando en la solera del tiempo de las tablas de un burladero.
Una tarde de toros es la incertidumbre de saber si escogí bien la ocasión donde invertir el tiempo, templar los nervios para agarrar con fuerza la entrada que me abrirá las puertas a la luz de una plaza cuando desde la catacumba del estrecho pasillo renazca a la luz de la tarde buscando donde sentarme a ver la corrida.
Si puede, llegue con tiempo al tendido para verlo todo. Aún no huele a humo de puro, el tendido parece una pura anarquía de colocación de manchas sueltas de espectadores.
Me apasiona sentarme a ver cómo las manecillas del reloj avanzan poco a poco, marcando la liturgia siempre repetida y, sin embargo, siempre diferente. La raya roja sobre el amarillo del albero ha surgido imperfecta, rotunda, oscura.
El arenero ha dejado escrito sobre la arena el pulso de su brazo. Ahora, una; después, la otra. Mientras, el patio se va llenando de gente y los mozoespá llegan con esos esportones altos, amplios, de cuero, con el color tomado, llenos de capotes.
A alguien le quiero decir que soy aficionado. Que soy de esas gentes que se va cada tarde a la plaza con la ilusión de descubrir la Fiesta. Que soy de esa gente que le sabe una tarde de toros a luz y a color, a un ¡ay!, a un ¡olé! y a un pasodoble torero. Y a pavor. También a ese miedo atávico que proporciona el toro.
Soy aficionado a los toros, sí. Dígaselo usted también. No sienta vergüenza por amar la vida y la muerte de un toro. No deje que le arrinconen el alma sin respeto.
Sí, soy aficionado a un andar por el albero, un decir, un sentir y un vibrar con cada gesto que desde la soledad del ruedo la brisa trae hasta el tendido para comprometer al espectador en un gesto de manos circulares en torno al miedo que proporciona la cercanía del toro fiero sobre la arena.
La soledad de alguien que reza por un torero. Sin relicarios ni leches. Se reza, se siente desde la liberación del miedo por alguien que te llega hasta la misma prisión del alma, hasta que el aplauso hace levantar la vista y respirar.
El tendido es ese sitio mágico donde ocurren todos los gestos de un festejo. De allí surge la ira, de allí el olé. Se presiente todo durante la lidia y se reza desde la creencia de poder solucionar lo difícil de una faena o la incógnita de un toro.
Cruje el percal sobre la barrera. Justo donde lo dejó el mozoespá y se llena de colores y sabores la tarde. Verde, grana, blanco.
El humo de un habano se sube al tejadillo de la plaza y se posa junto a un coro de gorriones, autonombrados abonados del tendido de los sastres. Crujen los corazones toreros a mil por hora. La señal está marcada y la lucha predispuesta.
Portón, toro y determinación resolviendo torería que pone al rojo un tendido anhelante de triunfos.
Capotes presentidos por si el quite se hubiese hecho necesario. Amigos en la plaza, pero el toro sale, aletea el run-run del público por el tendido y los pulsos se aceleran. Uno dos y tres ... y cuatro ... y esa media ... olé.
La Fiesta, con el tiempo se ha ido dejando por detrás a los maletillas y espontáneos. Que de espontáneos no tenían nada, digo yo, sino todo un ardid, no de querer ser torero a base de eso, sino separar tu miedo del de los demás, cuando podía llegar al toro.
"Sarito sintió como el miedo le impregnaba los tuétanos. Las puntas de aquellas dos lanzas le habían llenado de dudas la afición y a poco, no estaba seguro de querer continuar en aquel sitio de privilegio que le daban las chumberas del cercado adonde acercó su ansia de hambre por si acaso encontrar algo con lo que alimentar no sólo el espíritu sino también la afición. Pero la Taconera pisaba terreno fuerte y no iba ahora aquel maleta a molestar al torillo que secaba ya con agilidad sus ubres de hembra parida.
Mientras, ajeno a todo ello, Rafael, su compañero de sueños y sinsabores, llenaba una y otra vez, con su capote, de mariposas rosas el aire de la tarde. Un torero más de caminos y polvorientas veredas, buscando un toro donde imaginarse grande, perfecto, triunfador, victorioso mientras sonaba la música en la plaza más importante del mundo".
Las maderas del callejón están resecas, duras, hirvientes después de una mañana de sol. Ha crujido la madera del portón mientras el cerrojo ha deslizado toda su pesadez a un lado para dejar salir de la penumbra a los toreros. Todas las puertas de cuadrillas están en el sol. En el sol hay mas ruido que en la sombra. El murmullo del publico se escucha mas intenso, como si aun no se hubiese dado cuenta de que los tres toreros ya están allí, trazando lineas de una cruz imaginaria con la zapatilla sobre el albero mojado.
Es el único privilegio que tiene el tendido de sol. Ver salir a los toreros. En el sol comienza todo hasta que el cenit de la tarde se ira llevando después a los toreros por la otra puerta de la sombra camino del éxito.
Parado el torero, quieta la planta, el gesto razonablemente generoso del deseo de suerte para todos, todo el cortejo marcha hacia esa mancha que apenas distinguen los toreros cuando cruzan la plaza, notando el mimo con el que el arenero ha regado un ruedo donde todo va a pasar.
El humo de los puros dura casi una eternidad. Aun después del festejo, en el tendido huele a puro. Las cinco de la tarde..... Pisadas de toreros hoyando el albero peinado con mimo por cinco rastrillos de plata minutos antes. ¡Cómo se gustan los areneros...!
¡Veinte mil perejiles de arte le ponen alfombra, al sueño que solo quiere pensar en torero, recto el camino hacia el palco, afilada la mirada en el triunfo, pensando en dos toros negros que guardan los chiqueros.
¡El toro! ¡El toro! ¡Qué pavor y que respeto!
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