Huelva

La soñarrera onubense

  • Discurso de José Luis Gómez, premio especial del jurado de los Onubenses del Año 2015

Señoras y señores, autoridades, amigos: No más empezar quisiera manifestar de inmediato mi gratitud por el inmerecido honor que se me hace al elegirme Onubenses del Año por el periódico de nuestra ciudad Huelva Información, del Grupo Joly, que organiza este acto.

A pesar de la obviedad, no puedo menos de susurrarme a mí mismo la socorrida y bien acuñada frase de película: "¿Qué he hecho yo para merecer esto?". Poco más que trabajar lo mejor que he sabido, como tantos conciudadanos, y, por lo tanto, poco más que ellos he hecho para "merecer esto". Tengo, pues, que atribuir la cosa al azar, que con su soplo poderoso determina en tan gran medida nuestras vidas, aunque podamos, y debamos, con caligrafía propia, escribir la letra pequeña de nuestro relato vital.

Sin duda, sé que hay un puñado de personas, quizá anónimas, que merecen esta distinción, por su trabajo y esfuerzo en mejorar la vida de esta ciudad, tanto o más que yo. Comparto con ellos el premio. A ellos se lo dedico. A ellos, mi reconocimiento personal.

Como todos, soy hijo del tiempo. Mi tiempo me ha determinado y el azar del tiempo me hizo nacer aquí, de los padres de quienes vengo y en este lugar del mundo. Puro azar, como el de hoy.

Érase una vez una pequeña ciudad en el extremo suroeste de una gran península del continente europeo, asentada en un rincón privilegiado de su naturaleza, en la confluencia de dos ríos que van buscando, multiplicados en los brazos que les crecen, el mar.

La ciudad estuvo, salvo raras ocasiones, al margen de la Historia y la visita de la Historia no pervivió en su memoria como ejemplo, motor o acicate.

Quizá, la bondad del clima, o de la naturaleza circundante, imprimió a sus habitantes un buen ser duradero, una laboriosidad apacible sin urgencias. No parecía haber mucho que ganar ni demasiado que perder. Apegados a antiguas e incuestionadas tradiciones y fervores, la curiosidad obligada que un día les llevó a enrolarse a descubrir nuevos mundos parecía ausente en el vivir de sus hijos.

Don Miguel de Unamuno inventó un término bien sonoro y pícaro para describir el estado en que parecían vivir los habitantes de las Islas Afortunadas, las Islas Canarias, de su tiempo: dulce e implacable, los sintió siempre inmersos en una soñarrera por la que discurrían plácidamente sus vidas; aunque después descubriera, en el exilio de Fuerteventura, al que le envió uno de nuestros más celebrados dictadores, el general Primo de Rivera, la luminosidad de la modestia abnegación de los majoreros en circunstancias sociales injustas y extremas.

Algo análogo se podría decir de las gentes de esa pequeña ciudad olvidada de la que les hablo, y de su entorno.

En esa ciudad vine a nacer yo y de esas gentes y de ese resplandor de modestia y de esa abnegación. Y a ella vuelvo una y otra vez sin saber muy bien por qué, o sabiéndolo demasiado bien pero sin querer ponerle nombre. Es el buen ser de las gentes, la bondad de su naturaleza, la apacibilidad de la soñarrera unamuniana.

No todo es así en la pequeña ciudad que les describo: pese a haber vivido en una ciudad al margen de la Historia, muchos de sus habitantes saben que los seres humanos somos historia, objetos y sujetos, y no podemos escapar a ella.

Esos habitantes saben que ni el entrañable fervor mariano que parece haberse posesionado de la comunidad ni la esperanza de ver al club de fútbol local en la Primera División de la liga de fútbol ni la paciente espera de la próxima fiesta ni las emociones justificadas del arte del toreo de cuando en cuando ni la profusa estatuaria urbana que declara con elocuencia los signos de identificación de la mayoría, pueden en exclusiva determinar sus intereses y su horizonte. Y casi clandestinamente buscan en grupos, asociaciones particulares, iniciativas, un respiro que les haga sacudirse, si quiera sea por momentos, la soñarrera. Buscan a través de la cultura (casi suena mal este término hoy), del espíritu crítico (casi suena peor), de impulsos empresariales insólitos, de una ciencia a menudo huérfana de apoyos, nuevas perspectivas de sí mismos y de su entorno.

Cuando aprendía a estar en el mundo, en esa ciudad de la que les hablo, era de esos que, entonces, era mucho menos que ahora. De esos soy, de aquellos vengo, sin desdén por las fiestas antiguas, el placer por los frutos ubérrimos de esta tierra, el recogimiento de sus iglesias o la interminable belleza de su mar.

Ahora caigo. Por todo ello vuelvo una y otra vez a reencontrarme con esos que, como yo antaño, quieren, hogaño, sacudirse la soñarrera. Esa ciudad -permítanme que les revele tan bien guardado secreto- es la nuestra, Huelva, tierra de los padres donde empecé a aprender a estar en el mundo.

Gracias y buenas noches.

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