Los segadores (I)

Recuerdos de NieblaEste artículo es muy literario. Una hermosa evocación del campo en el verano, de las faenas de la recolección del trigo. El artista literario que es Nogales nos ofrece una estampa llena de vida, que llega a sentir el calor asfixiante del verano y la frescura del gazpacho recién hecho. (Ángel Manuel Rodríguez Castillo).

Los segadores (I)

23 de agosto 2008 - 01:00

YA las claras del día éntranse por el Oriente apagando el brillo de las últimas estrellas, que parpadean, como rendidas del sueño, allá en las alturas de la bóveda azul; los gallos se rebullen en los corrales, y al sacudir su caliente pluma, esponjándose, cantan una y otra vez con esa voz agria y chillona, mezcla inarmónica de notas graves y agudísimas, mientras las calladas hembras, despreciando esos floreos músicos, escarban con sus paticas el estiércol, picoteando las semillas a medio fermentar, que brindan suculento desayuno. Ya los gorriones se esparcen en alegre turba por los sembrados, hundiéndose en la dorada mies y comiendo a su sabor de los granos sazonados en la turgente espiga: ondas de luz llenan el espacio, el ambiente estival, fresco como una caricia del alba y sano como la fruta en sazón, difunde los efluvios del campo, que llevan en su conjunto embriagador aromas de la hierba seca, perfumes de las granadas mieses, olor de pámpanos y racimos verdes, de tomillos y jaras, de tanto arbusto, árbol y flor como en la estación fecunda rinden homenaje de amor a la próvida madre Tierra.

YGrupos de gente del campo, los hombres con zahones de piel de cabra, camisa de lienzo y gruesos zapatos herrados, las mujeres con refajos de color y ancho sombrero en la cabeza, salen por las preciosas puertas árabes, y envueltos en el polvo blanco del arrecife, se alejan cantando, dejando a su espalda la ciudad morisca ceñida por cinturón de murallas aportilladas y torreones derruidos.

El campo, lleno de mieses, brinda al labrador el bienestar del año, el sudor de la frente fertiliza el suelo y el trabajo de los brazos conquista con las rudas caricias del azadón el amor de la tierra y las ternuras de sus húmedos senos. Llegó la época de la recolección y el acarreo; los hombres y las hormigas salen al campo, cogen los frutos y llenan las trojes y los graneros; ¡ay de la cigarra inútil, que canta desde que asoma el día hasta que se extienden las sombras, sin recordar que el invierno llega, el frío entumece y el hambre mata!

¡Ánimo, oh labrador! La cosecha es buena, el trigo granó bien en la espiga e hinchó los vasillos con su blanca pulpa; la caña es tierna y el ganado la comerá con gusto; el heno es aromático y dulce al paladar de las reses; las legumbres secas llenan el hórreo; la fruta abunda, las manzanas dan su olor en los huertos, las granadas engordan y los membrillos van dorando su sedosa pelusa, la vida se desparrama y los racimos penden del sarmiento con granos jugosos, ambarinos, encerrando el mosto de color de topacio con que han de henchir los toneles

¡Ánimo! La mañana es fresca e invita a trabajar. El río, despeñándose por la presa del molino, suena quejumbroso; el viento se duerme entre las áureas espigas, la tórtola arrulla en los pinares, la codorniz canta en los rastrojos, las cigüeñas que anidan en la espadaña bizantina, redoblan y tabletean con sus picos larguísimos; los trenes rompen la campiña con su estruendoso ondular... y entre la salvaje armonía de estos rumores, álzase triste, como la vocecita del niño enfermo, el son pausado y melancólico del esquilón de la iglesia, que llama al pueblo a la primera misa.

El aire fresco despierta al manijero, que duerme sobre un montón de gavillas. A sus voces salen del sueño los segadores, que sin perder tiempo y cuidado en lo que al vestir atañe, presto están "sobre las armas", apercibidos para el trabajo. Calada la manija o dedil de cuero que atan al brazo izquierdo, empuñada la cortadora hoz, dirígense a la barrera rubia que forma la mies, y doblando los espinazos, cogen con una mano puñados de cañas, que corta el corvo instrumento que con la otra esgrimen. La línea de segadores hácese irregular y tortuosa: es que los que siegan más, se meten abriendo golfos por el sembrado. Detrás de aquellos, quedan montoncitos de mies que han de atar en haces con cañas de trigo torcidas y humedecidas a veces en la boca del cántaro.

Unos segadores cantan, otros charlan, sin dejar el trabajo; el fresco les anima, el olor de las espigas les alegra y fortalece. Poco a poco el calor del sol se va extendiendo por la atmósfera, envolviendo la tierra en su inmensa llamarada. La fatiga acalla las conversaciones, los brazos se cansan, las fauces se secan.... no se oye más que el rif raf de las hoces cortando cañas y el roce rumoroso de las espigas. De pronto los hombres se alegran y algunos sueltan la hoz en el rastrojo; oyen el son de unas campanillas y el cantar de un muchacho, que a poco aparece cabalgando en los lomos de pacífica burra, entre dos grandes cántaros de arcilla blanca. Presto los descargan, y antes de que calme la sed el último segador, el cántaro yace con la panza hueca sobre un haz de trigo recién cortado.

Ya el sol anda muy alto; la atmósfera azul se torna deslumbrante, el aire se dilata, los pájaros se acogen a la sombra de los árboles, buscando la frescura de los arroyos y las fuentes; las tórtolas vuelan por encima de los sembrados secos, allá hacia los pinares, hacia los mimbres... sólo las cigarras siguen lanzando su estridente cántico, bañadas en los rayos de fuego que se filtran por los olivos.

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