Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Trinchera Sonora
Hay nombres que son una declaración de intenciones. Seattle no disimula de dónde viene su ADN: el pulso crudo de los 90, el grunge que cambió para siempre la manera de entender la electricidad, la épica que nace de la honestidad y no de la pirotecnia. Pero el acierto del trío onubense —Javier Pulgarín (voz y guitarra), Antonio Molino (batería) y Rafael Acedo (bajo)— es que esa brújula noventera no los encierra, los orienta. Y con ella han empezado a trazar un mapa propio: un rock en inglés de producción contenida, arreglos precisos y canciones que ponen el foco en lo esencial.
El proyecto tiene el sello autoral de Javier Pulgarín, músico de largo recorrido formativo (incluidas masterclass con nombres como John Scofield, Robben Ford o Michael Landau) y experiencia previa en otros seis proyectos, entre ellos Nice Shot y Lemon Juice. Su voz —profunda, con poso, sin gestos histriónicos— y su manera de atacar la guitarra marcan el carácter del grupo: más carne que barniz, más intención que artificio. A su lado, Antonio Molino aporta un pulso rítmico que entiende el rock and roll de los 50, el soul de los 60 y todo lo que explotó en los 70; un baterista que evita la sobreactuación para construir desde la canción. Y Rafael Acedo, bajista de oficio (cien escenarios con Overflow, escapadas al jazz en la Big Band de Punta Umbría y a la rumba eléctrica con El Rincón de María), completa una base que sabe empujar sin invadir, sostener sin imponerse.
La coherencia de Seattle nace, paradójicamente, de su heterogeneidad. Cada integrante trae una maleta distinta —del hard rock al soul, del alt-rock al grunge— y el resultado no es una mezcolanza sino una identidad: temas cada uno de su padre y de su madre que, sin embargo, comparten familia sonora. Ese equilibrio se percibe desde los primeros lanzamientos, tres canciones que funcionan como tarjeta de visita del EP que ya luce en las plataformas: grabación en Pancake Analog Recordings (Dos Hermanas), producción y mezcla de Fernando Zambruno y master en Kadifornia Mastering. No es un detalle menor: el sonido del grupo está dimensionado a la canción, con espacio para respirar y sin la compresión ansiosa que aplasta demasiados debuts.
Iron Fists Sweet Heart abre una grieta íntima. Es desgarro y cura, duelo cantado sin grandilocuencia, con la guitarra como extensión emocional: la escuchamos sufrir al inicio y al final, como si la madera guardara memoria de la pérdida. Hay algo de himno roto, de carta que no quería escribirse y aun así se escribe; la contención juega a favor de la herida. En el extremo opuesto, ‘Dancing’ es una declaración de amor a pie de pista, cotidiana y luminosa, nacida para hacerte bailar sin renunciar al nervio guitarrero: ese tipo de canción que despeina sin gritar y encontrarse en el estribillo es casi inevitable. Y ‘Wolf’ enseña otra cara: estructura bipartita que no regresa sobre sí misma; primero, la persecución de un lobo a su presa —tensión, huida, zarpazo—; después, la despedida de quien ya no está, un adiós en calma que busca permanencia en la memoria. El salto entre ambas mitades no es un truco; es dramaturgia musical.
Que canten en inglés no es capricho ni disfraz: encaja con el timbre de Javier Pulgarín y con la genealogía del proyecto. Y tampoco hay impostura en la estética: Seattle cuida la presencia escénica porque entiende el concierto como un acto de comunicación total. En su primer rodaje en vivo —el pasado mes de julio en Larena (El Rompido), junto a Buzonautas y Dunna— ya asomaban las virtudes del formato: actitud, dinamismo y una sección rítmica que permite que la guitarra y la voz dibujen el relato sin perder pegada. Lo importante no es exhibirse, sino hacer avanzar la canción.
Ese principio —menos alarde, más verdad— atraviesa el conjunto. Las letras miran a la vida adulta sin coartadas, lejos del catálogo de tópicos gastados; hablan de pérdida y deseo, de duelo, amor y memoria, de la fiebre de una noche y del silencio que viene después. Y la producción respeta ese espíritu: contención buscada, arreglos con sentido, ningún adorno gratuito. La consecuencia es un sonido con poso, ese “algo” que no se compra en un plugin: madurez. No la impostada, sino la que llega cuando uno sabe lo que quiere decir y cómo quiere decirlo.
El nombre de la banda, claro, pesa: Seattle remite a Pearl Jam, Soundgarden, Alice in Chains, Green River, Nirvana… referencias gigantes que cualquiera escucha de fondo. Pero lo interesante del trío onubense es que no juega a la postal. Hay guiños —esa rugosidad de medios tiempos, ese wall of sound que pide aire—, pero el objetivo no es parecerse, sino escribir hoy con aquello que nos trajo hasta aquí. Por eso, aunque el anclaje sea noventero, asoman colores de soul, nervios de hard rock y un gusto por la melodía que los aleja de la mera nostalgia.
La técnica acompaña al discurso. Molino entiende el groove como un arte de quitar, Acedo hace del bajo una columna vertebral que se siente más que se señala y Pulgarín trabaja la guitarra con dinámica —arpegios que respiran, distorsión que entra y sale—, y una voz profunda que, en ocasiones, dice más por lo que calla que por lo que subraya. El trío suena compacto porque cada pieza está al servicio del conjunto. Y ahí reside buena parte del encanto: no hay exceso, hay decisión.
Seattle llega temprano como banda y listo como proyecto. El EP de debut promete un recorrido que va más allá de la etiqueta; rock noventero, sí, pero también canciones entendidas como pequeñas historias con principio y final, con lugar para la luz y para la sombra. Si Iron Fists Sweet Heart abraza la herida, Dancing reivindica el cuerpo que baila y Wolf recuerda que también desde la oscuridad se puede decir adiós con belleza.
En un panorama saturado de ruido —del literal y del metafórico—, Seattle apuesta por el gusto: por tocar lo justo, producir con mesura, vestir la escena con respeto y dejar que la música hable. No quieren deslumbrar; quieren emocionar. Y cuando eso sucede, lo demás sobra. Porque a veces basta con tres músicos, una idea clara y canciones que piden quedarse para que la aguja de los noventa vuelva a señalar hacia el presente.
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