El sabor amargo de la fresa
Miles de personas se agrupan en los asentamientos frente a los campos de cultivo de frutos rojos
Ni en la época de recogida hay trabajo para todos ellos
La luz con el tiempo dentro reza la entrada del pueblo rendido a la moda de las iniciales; JRJ es la firma. Ya desde antes de llegar a Palos, la vía de acceso es un rosario de túneles de plástico donde las motas rojas se abren paso entre un verde intenso. La campaña está en su máximo esplendor; desde temprano se recoge lo que acabará en los mercados, o se preparan estructuras que adornarán nuevos datos sobre la buena salud del sector. Casi 2.000 explotaciones, 368.600 toneladas, el 97% de la producción española y el 29% de la de la Unión Europea; ventas en el exterior de 970 millones de euros y ahora llaman a la puerta de China. Esa luz tiene un reflejo menos amable y, como suele suceder en estos casos, apenas están a un giro de cabeza que casi nunca llega. Junto a las modernas instalaciones de una cooperativa de campanillas, los plásticos que una vez sirvieron para dar lustre a las explotaciones freseras se reutilizan para dar cobijo a aquellos desheredados de esa fortuna caprichosa que se escapa entre los dedos; aquellos que no tuvieron la suerte que se empeñan en encontrar todos los días y que no siempre está de su lado, residentes en condiciones penosas y vergonzantes para un país civilizado. Aún a su pesar, la fresa tiene una cara de hambre, necesidad y miseria que no tapa su rojo.
Le llaman el paraje del Tempranillo, al parecer bautizado así por uno de los propietarios de las fincas adyacentes. Entre unas jaras en plena floración, la madre Naturaleza parece ayudar, en un primer vistazo, con varios eucaliptos que deben paliar el hedor que hoy está maquillado por un alivio de las temperaturas apenas entrada la primavera. Lo que a unos sobra, a otros le falta y en medio del asentamiento, lo que sobra es lo que nadie quisiera tener tan cerca.
Coches aparcados, con matrículas de media geografía nacional, en no tan mal estado como uno sospecharía, imprescindibles para buscar trabajo en una comarca donde no ayudan las distancias. Choca encontrarlos frente a un espacio hecho de plástico, ramas y cuerdas que se tiran en los invernaderos. Sin ellos, estarían perdidos. Sólo hasta el centro de Moguer hay una tirada andando. Los árboles que ayudan con el olor, parásitos vegetales, destrozan el suelo que queda en poco más que un basto albero por donde circulan las hormigas en procesión. Un colchón en el suelo, mantas de colores y unas sábanas que sacrifican el calor por huir de los insectos que amenazan en sueño todas las noches. Asusta pensar en el lugar una vez que el sol les deja de acompañar: "gente que vuelve borracha, gritos, moscas" y apenas un fuego donde calentarse.
Quien habla así llegó en patera a Barbate hace más de dos décadas acompañado en un viaje infinito por otras 26 personas más de las que no volvió a saber nada una vez llegado a tierra. Es marroquí y ocupa una chabola hecha por él mismo donde los varales de palos frágiles ponen a prueba su equilibrio en una rama central que tampoco ofrece garantías. Frente a su colchón -es una ironía llamarlo cama porque sencillamente no lo es- un par de sillones pequeños rescatados de quién sabe dónde y que vivieron tiempos mejores. La invitación a sentarse es agradecida, sencillamente porque dentro es casi imposible permanecer de pie. A un lado del colchón los alimentos que ha podido conseguir de los ángeles de Cáritas que, dos veces a la semana, acuden a proporcionar lo poco que se llevarán a la boca, amén de algo que consigan del comedor social o si la suerte les da la cara. A tenor de lo que había en unas cajas de plástico, distraídas de las destinadas a recoger la fruta, la diosa fortuna no parece haber dormido en esa chabola.
Una pequeña radio llora una canción en árabe y tal vez sea de lo poco que le recuerde de donde viene. Cada día es una aventura que tiene el mejor premio posible: sobrevivir. "Esto no es España". No es lo que le dijeron que iba a encontrar y eso que al menos defiende que "Huelva es buena" en comparación con lo que vivió en otros lares. Habla con amargura y deja con mal sabor de boca cuando dice que "quienes dan los papeles y saben que vivimos en estas condiciones, duermen todos los días en una buena cama y en una buena casa". Duele porque tiene razón.
En la carretera que lleva al asentamiento murió un chaval que no pudo superar un asma que se complicó. En el camino del pueblo, una chica que quería hacer más corta la distancia en su bicicleta, se dejó la vida porque no la vieron. Hace unos días, las llamas consumieron un grupo de chabolas no lejos de aquí. Así todos; no se ven. Aquí viven los que ni la mejor de las suerte es capaz de mirar a la cara; ni en época de bonanza de trabajo lo consiguen.
Esos mismos plásticos que sirven de refugio, se utilizan para hacer una cabina donde poder ducharse; lo de limpiarse es otro cantar. Los desperdicios hacen imposible dar un paso sin pisar algo que no sea el suelo. Las cuerdas sirven de amalgama para darle una cierta estabilidad, pese a que la menor brisa puede acabar con su integridad. Debajo viven personas que buscan el refugio de otros en su misma desgracia para encontrar el cobijo que les falta. Alguien de Argelia sueña con Francia. "Allí tengo una posibilidad de trabajar; si en unos días no encuentro nada, me marcho" brinda al horizonte donde tiene perdida la mirada, tal vez soñando con eso a lo que los acomodados no damos importancia: un trabajo, una casa, un sitio al que llamar hogar.
En el pueblo alguien tiene una historia que es la de Europa, la de decenas de miles, millones que se arriesgan para el "privilegio" de Trump, el "derecho" de los europeos ciegos ante la tragedia o ante algo que haríamos más de uno: huir, escapar no importa de qué; del hambre, de la miseria, de la falta de futuro, de la persecución o de la guerra.
Tampoco importa su nombre, pero es alguien a quien los prejuicios no colocan en un lugar como ese, donde se busca la caridad como supervivencia. Dice que duerme en un garaje, que es un afortunado y su estilo le haría un perfecto compañero de una noche de cervezas. En él se refleja nuestro drama.
Es diplomado en una universidad de Marruecos, en algo así como "dilatación de materiales" que suena a soldador. Con el dinero que pudo juntar se pagó un pasaje de avión de Casablanca a Túnez y de allí a Libia. Aquí comienza su viaje de dos días donde miles se dejaron la vida, en imágenes que no por repetidas se asientan en la indiferencia. Si cuando luce el sol el sacrificio parece insuperable, hasta duele pensar qué se siente en una embarcación de goma en medio del mar y de la noche. Lampedusa le esperaba como a miles, con los brazos abiertos de voluntarios que sacrifican su vida por ayudar a los demás y las prisas por dejar sitio a quienes venían detrás suyo. Italia le sirvió de puerta de entrada a Europa y de allí a la vecina de media Europa, Francia, donde pasó dos días y después a San Sebastián, donde sus familiares le acogieron y donde sobrevivió como pudo antes de sentirse atraído por las oportunidades que pensaba que iba a tener entre los invernaderos de Huelva. Es el primero cuando se buscan voluntarios; jamás se queja y su sonrisa rápida es la mejor respuesta ante los ojos abiertos como platos que acompañan a su historia. No está nada mal para asomarse a la vida desde apenas 25 años que no aparenta.
Junto a él, un senegalés de labios imposibles recuerda como hizo frente a una orden de expulsión revocada por un abogado que se interesó por él, después de llegar con otras 30 personas en una patera al puerto de Motril, un día a las cuatro de la mañana, aterido de frío. Antes de tocar tierra peninsular pasó a Gambia y de allí a Tenerife, desde donde viajó a Badajoz. Granada y Almería fueron sus etapas antes de recalar en una Huelva en la que la falta de esa fortuna que buscan muchos, le haya borrado su sonrisa. Lo único que tiene en mente es conseguir sus "papeles", una palabra que en el centro de duchas de Cáritas -paradójicamente ubicado en las instalaciones del antiguo matadero de Moguer- es la más escuchada. Bueno, la segunda: la primera es "cargador de móvil". Dice, envuelto en un chandal de un amarillo que hiere las retinas, que era el patrón de la patera que le trajo a España, pero la carcajada que suelta después, hace que no sea una fuente muy fiable. El coro de risas que le acompañan, tampoco.
El único que no tiene la piel oscura es sevillano. Lo compensa con un pelirrojo que llama la atención en medio de compañeros de infortunio. Dice que tiene siete hijos, aunque después añade que son 25 los años desde que nació. No cuadra. Matiza que algunos son de su pareja, aunque él se considera padre de todos ellos. Coge lugar en una de las habitaciones del centro, que sirve de improvisado bar que no para de dar desayunos; los cafés y colacaos se suceden sin solución de continuidad y el pequeño tostador no da abasto para satisfacer un hambre que crece con el olor a pan tostado. Unas mesas sirven como improvisada tertulia en un español básico que todos hacen por dominar.
Él es marroquí y ni a un palmo de distancia se le escucha. Lo único que le molesta es la insistencia por hacer fotografías y defiende que "con una es suficiente". Se aprovecha la ocasión para conocer su historia, una de tantas, pero especial como ninguna. Fue de los afectados cuando una burbuja que no entiende, le atrapó en su onda expansiva en Marbella, donde se buscó la vida entre la construcción y la hostelería. Tuvo tiempos mejores, cuando vivió en España con una familia a la que extraña a todas horas y que tuvo que regresar a su pueblo en el norte de Marruecos: "no hay dinero para tenerlos aquí", dice en voz más baja de lo habitual, casi un susurro, antes de despedirse con un apretón de manos tan tibio como su voz y llevarse la mano al corazón. Un honor.
De allí, a la parroquia de Nuestra Señora de la Granada. En la furgoneta, dos voluntarios se apresuran a echar una mano. Frente al despacho de Cáritas, María recibe con una sonrisa a pesar del retraso de hoy frente a las dependencias de Cáritas. Esperan 70 bolsas que han de ser preparadas con alimentos básicos que ahuyentarán las necesidades tan básicas como ellos y que deberán aguantar, pues sólo están disponibles dos días a la semana. Se organiza una cadena de montaje en la que, de cinco en cinco, se suceden dos cartones de leche, una botella de aceite, arroz, fideos, lentejas, azúcar, atún, tomate frito y galletas; cada cosa lleva su orden.
Debe ser el párroco el que saluda a los recién llegados poco antes de subirse al coche; tiene voz de ello. Al poco, comienzan a llegar algunos que han bajado de los asentamientos al pueblo y que no desean regresar allí, kilómetros más allá, para recibir unas bolsas que necesitan. "Tratamos de dárselas al final, porque si no, los tendríamos aquí todos los días y se nos acabarían". Al fin y al cabo ayudan con la recogida de unas cajas que se suceden una tras otra. Lo que sí tienen claro es que ninguno se queda sin un alimento que, sencillamente, necesitan.
Empieza el recorrido de reparto. Unas chabolas al lado de una de las cooperativas de frutos rojos de renombre, es la primera. A poco de llegar, salen de su interior. Pocos segundos después, llegan a la carrera aquellos que han comido ya en el comedor social, pero que necesitan lo que les llevan. La semana es muy larga y la noche llega pronto.
El hambre aprieta y la una y media de la tarde siembra las prisas. Pocos kilómetros de una carretera bien asfaltada pero estrecha, separan el asentamiento en el que los desheredados de la fortuna esperan una ayuda que necesitan. Salen de amasijos de plásticos, detrás de ropa tendida, delante de montones de escombros y desperdicios, de botellas cortadas por la mitad para recoger algo del agua que cayó hace poco y con la que poder lavarse, de bidones a la espera de que alguien los utilice para algo, de ramas que sirven de pilares, de rostros que muestran alegría porque, a pesar de que el destino les ha sido esquivo, saben que al menos hoy, comerán; restos de las hogueras que calentaron su comida y a los moradores de este pueblo olvidado, aventuran algo caliente que llevarse al estómago, el mismo fuego que les amenaza cada segundo con propagarse y llevarse por delante sus miserias e incluso sus vidas. No serán los primeros; pasa y pasará.
El Tempranillo es un canto al instinto de supervivencia. En otras zonas ese sentimiento colectivo no existe; se vive pegado al invernadero donde se trabaja, en grupos de dos, tres, nunca más de diez. Huelva aporta esa original manera de agrupar la desgracia. Hombres en su mayoría y pocas mujeres que también tientan a la suerte de quienes les evitarán tener que vivir de la caridad ajena. Hoy no ha sido su día y miran a lo lejos, a continuar su viaje que un día les trajo entre nosotros.
Es la cara menos amable de un sector que da alegrías a la provincia, pero que esconce un lado que acabamos de aceptar como inevitable y no lo es. Fuimos como ellos y parece que, desde entonces, no hemos hecho otra cosa salvo hacer todo lo que está en nuestra mano para tratar de olvidarlo. Hoy los necesitados son otros y reconforta que hay personas que tratan de que su vida sea menos perra. Al menos, dan la impresión de que como sociedad estamos a salvo, mientras alguien se ocupe de quien apenas tiene algo más que su aliento para seguir adelante y enfada que no sean todos los que lo hagan.
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