Los ruiseñores
Cien años de José Nogales
En la primavera pone su punto de encanto el ruiseñor. Cualquiera que haya vivido las noches de abril y mayo, lejos de los molestos ruidos de los coches o las motos de escape libre; de las discotecas rodantes o las tertulias interminables de los botellones, sabe de este sonido sin igual.
ES un rincón del mundo, allá en la quebrada de una sierra altísima, lejos de ferrocarriles y del trajín humano.
El caudaloso arroyo correo con el ritmo puro y regocijado de las aguas frescas, de las aguas sanas, que brotan en manantiales abundosos, entre riscos y árboles bravíos.
Sombrean el Arroyo frutales doblados con su dulce carga, con su fruta recia aún, mas saludable, como caricia de hombre campestre rebosante de juventud y de hermosura.
Junto a un molino en ruinas álzase el cubo tapizado de hiedra y culantrillo, de eterno verdor, de perpetua frescura, y, al derramarse por la antigua acequia el raudal limpio y brillante que antaño movía los rodeznos, con el agua resbalando por la masa de hojas, en gotas blancas, en chorros transparentes, en delgados hilos, que se desgranan en la hiedra con un son de collares rotos, de gemas brilladoras llovidas cobre el follaje…
Allí cantan noche y día los ruiseñores, posados cerca de sus nidos, en las ramas frescas y olorosas de los frutales, acompañados por el ritmo eterno del arroyo, corriendo entre riscos lustrosos, pulimentados, tallados por la inquieta linfa, blanda y movediza como el cariño humano, y como él capaz de transformar las piedras.
¡Pájaros admirables, pájaros artistas, que llenan el campo con su nota de amor, henchida de dulzura, como una promesa divina de goces sin fin, de perdurable encanto!
Yo sentía, intensa y vibradora, la energía renaciente de la Naturaleza primaveral que engalanaba el mundo. Los hombres quedaban lejos… allá, en remotas llanuras calcinadas, recomidas de odios, desoladas por sangrientas luchas, agostadas por todas las angustias y todas las miserias.
Y en medio de aquel apacible ambiente, fortalecido con el sano olor de la fruta recia, de la arboleda rumorosa, de la hiedra mojada por el gotear eterno del agua escapándose de la antigua presa, miré serenamente aquel lejano mundo donde los hombres se muerden como lobos, se fatigan y destruyen como pobres bestias enfurecidas…
¡Ah, no! Saboreaba la soledad deleitosa, la santa armonía de la Naturaleza en paz, la augusta fecundidad de la tierra llena de flores, henchida de frutos.
Y aquellos felices ruiseñores, pájaros admirables, pájaros artistas, alegraban el cielo con la nota de su amor sincero, espontáneo, obedeciendo al estímulo creador de las especies y de los mundos, en la infinita y dulce serenidad de la Naturaleza.
Envidié con toda mi alma a los deliciosos cantores del amor, que regocijan el bosque con la melodía apasionada de su inimitable voz, de su divina voz, en que vibran cosas ideales. Y comprendí que todo aquel conjunto agreste y aromoso, aquel arroyo dando jugo a la fruta, aquel agua dulce dando rumor de perlas desgranadas a la hiedra humedecida, aquel ambiente fecundo en que palpita con vitalidad renaciente y poderosa, no podían tener otros poetas que los felices ruiseñores, cantando noche y día su endecha de amor al borde de los calientes nidos.
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